Buscar en este blog

15 feb 2014

El PUEBLO NUNCA GOBIERNA, crítica a la utopía democratica

7 de abril de 2011

EL PUEBLO NUNCA GOBIERNA,
crítica a la utopía democrática


Por Ricardo Díaz Villalba
                                                                         

                    Il faudrait des dieux pour donner des lois aux hommes

                                           J.J.Rousseau, Du Contrat Social, II,7           
                La palabra democracia viene del griego y significa etimológicamente “el poder del pueblo”, en el sentido que es el pueblo quien ejerce el poder y que, por lo tanto, gobierna. Pues bien, esto en realidad nunca sucede ni sucedió jamás: el pueblo nunca gobierna ni toma decisiones, puesto que nunca ejerce el poder. Así es que afirmamos que la democracia en nuestras sociedades modernas es una falacia universal que pretende erigirse como la panacea política del planeta.
                Este sistema de gobierno lo inventaron los griegos hacia el siglo V antes de Cristo y tuvo su apogeo en la región del Ática que, hacia fines del siglo IV a.C, poseía medio millón de habitantes En esta sociedad “democrática” convivían cuatrocientos mil esclavos y diez mil metecos, esto es, semi-ciudadanos que se dedicaban al comercio y a la artesanía, pero que no poseían – al igual que las mujeres- ningún derecho cívico; o sea, que no ejercían ninguna función pública y no tenían ni voz ni voto. Así es que la susodicha democracia era ya ambigüa desde su nacimiento, puesto que constatamos que en Atenas sólo un cinco por ciento de la población eran “ciudadanos”, esto es, portadores de derechos cívicos. Pero aún así, dejando de lado este “detalle”, podríamos considerar la democracia ateniense como auténtica, pues los ciudadanos verdaderamente ejercían de forma directa un cierto poder, ya que el sistema no representativo les permitía tomar decisiones en asambleas públicas y masivas – a veces de hasta seis mil miembros- que se llevaban a cabo todos los meses. La vida democrática era de verdad participativa y quienes la ejercían lo hacían con responsabilidad y orgullo, además de ser una actividad absolutamente honorífica y para nada retribuida pecuniariamente. La ciudadanía era considerada a la vez como un derecho, una obligación y un privilegio. De este modo, podemos decir que cada ciudadano, un día u otro, tenía el poder de influenciar las grandes decisiones políticas, y que entonces se podía hablar de “demos cratos”, de un verdadero poder del “pueblo”, si bien que, como dije, representaba nada más que una parte de la totalidad de la población.
                Este sistema se basaba fundamentalmente en una idea: el principio de igualdad –principio que en su esencia es utópico, por irrealizable, ya que la igualdad no existe en el mundo real. Sin embargo el mayor problema es que el hecho  de obstinarse en el cumplimiento de este principio de igualdad, este sistema de toma de decisiones posee ciertas perversiones que finalmente desmerecen el resultado perseguido: así por ejemplo, siguiendo este principio, en la asamblea puedan expresarse todos los oradores y aunque esto parecería a primera vista ser lo “justo”, el resultado de esta situación democrática es negativa. Porque finalmente en estas asambleas se termina privilegiando la persuasión en detrimento de la verdad, y así los oradores lo único que persiguen es convencer al pueblo con palabras para”ganar” sus votos y se banaliza de este modo la palabra del experto, del teórico, de aquellos que, por su experiencia y sus estudios,  verdaderamente poseen conocimientos sobre el asunto a tratar y son los que están realmente calificados para tomar una decisión. Así, a través de una elección donde se gana por mayoría de votos, se pone el voto del ignorante en el mismo nivel de aquel que sabe y se permite a este ignorante decidir sobre asuntos que desconoce, siendo que estos asuntos pueden a veces ser de suma importancia para la sociedad. Así podemos concluir diciendo que esta democracia no era solamente ambigüa, sino también perversa.
                Como bien lo señala Rousseau, “la mayoría nunca tiene razón”, porque la verdad no depende de ningún parámetro cuantitativo, sino solo de su adecuación con la realidad. Del mismo modo que la gracia de la verdad no se establece por el simple hecho que la mayoría “opina” que es verdad, la capacidad y las cualidades necesarias para gobernar no se adquieren con los votos. Tampoco hay que confundir “mayoría” con voluntad general o interés comunitario, porque la primera noción implica un sectarismo que la segunda no tolera, ya que el interés de la comunidad implica la satisfacción de los intereses de TODOS los miembros y no solo de una minoría.
Es por esto que, en esa especie de “evento deportivo” que se denomina elecciones, siempre hay una minoría que “pierde” y que, de hecho, queda sin representación en el gobierno. Se podría argumentar que los que ganan gobiernan para toda la comunidad, pero es precisamente lo que no hacen. Esto a causa del sistema de partidos políticos que instaura en la función “pública” intereses, generalmente económicos, de sectores particulares de la sociedad que son los que “alimentan” las campañas políticas y luego pasan la “factura”. En una verdadera democracia los partidos políticos no deberían existir; se debería simplemente elegir a las personas, sin ninguna distinción ideológica, de acuerdo a sus cualidades morales, su experiencia profesional y sus conocimientos.
                Nuestras democracias actuales han heredado de estos vicios, de la ambigüedad y de la perversidad, pero con un valor agregado, puesto que ya no es el pueblo el que toma las decisiones, sino sus representantes, a los que denominamos políticos.  Estos son elegidos por el pueblo a través de ese siniestro mecanismo del sufragio universal. Esto mantiene la ilusión del pueblo, haciéndoles creer una vez cada cuatro o cinco años que son ellos los que “deciden” y que es entonces el pueblo que gobierna a través de sus representantes. Pero lo cierto es que los  candidatos que el pueblo debe votar, nunca fueron elegidos para presentarse como tales; si están allí es porque militaron en un partido político persuadiendo a sus oyentes que poseen alguna capacidad para ejercer el poder y por una innumerable lista de azares que ni los dioses controlan. Así es que estos candidatos se imponen como tales y el pueblo no puede hacer otra cosa que elegir entre ese puñado de personas que nunca se sabe muy bien porqué están allí para ser elegidos. Todo el mundo sabe que eso de que cualquiera puede ser candidato es también una falacia, pues para tener alguna chance de ganar una elección se debe pertenecer a un partido y poseer un cierto peso político. Pero sobre todo se debe posser la capacidad financiera para sustentar una campaña política que debe ensuciar prolíficamente los muros de nuestras ciudades de afiches tan vistosos como inútiles, encandilarnos con spots publicitarios que dejan grandes dividendos a los medios periodísticos, celebrar reuniones por doquier, seguidas de generosos ágapes populares y hasta se ha visto, en nuestros días, en alguna republiqueta porotera,  organizar bailantas y sorteos de pusilánime especie afin de encauzar la ignorancia por el ”buen” cauce ideológico.
                Pero lo más grave es que  estos señores no representan nada, o si algo representan, no es precisamente el bien común, el interés de la sociedad, puesto que lo único que persiguen son más bien intereses sectarios, partidarios y lo más frecuentemente una ambición personal de poder. La prueba flagrante está en el hecho que se puede constatar en cualquier país: todos los políticos viven holgadamente, mientras el pueblo sufre hambre; el país siempre funciona bien para una minoría, mientras que siempre anda mal para la mayoría. Por eso la representatividad de estas democracias es una mentira.
                En definitiva, esta susodicha democracia representativa bien podría denominarse oligarquía, puesto que los que gobiernan son siempre los mismos y pertenecen a una casta indecente que una vez que llegan al poder, persisten sistemáticamente en apoderarse de él y perpetrarse en el mismo el mayor tiempo posible. Este gesto es precisamente todo lo contrario a los principios de la democracia, que exigen una renovación permanente, una participación amplia y un equilibrio de fuerzas. Pero podemos constatar que de hecho ésto nunca sucede. Todo lo contrario.
En una verdadera democracia no debería tolerarse jamás una “reelección” immediata, no sólo porque la conciencia republicana exige una renovación - ya que debe entenderse que el estado es un espacio público y no es “propiedad” de nadie-,  sino también porque el que está en el ejercicio del poder en el período de las elecciones, no se dedica tanto a gobernar sino más bien a hacer campaña, lo cual en sí es un abuso de la función pública, ya que utiliza su posición privilegiada para intereses personales y coteja de forma desleal con los otros candidatos, anulando el principio de igualdad de condiciones que todos deberían tener. Esta mezquina y obsesiva actitud que caracteriza a los políticos de nuestros días, que se proclaman a altas voces republicanos y demócratas, es una prueba de que lo único que los moviliza es la ambición personal y no el interés de sus conciudadanos.
                Se podría objetar diciendo que los políticos están allí porque son los que tienen capacidad para gobernar. Sin embargo, esta casta, tampoco responde a los principios de una verdadera “aristocracia”, esto es al gobierno de los mejores, sino que, por el contrario, la mayor parte de las veces, gobiernan los peores, esto es los oportunistas, los arribistas y los charlatanes; aquellos que poseen gran poder de persuasión, que están capacitados para mentir sin que se note, y saben “negociar” sigilosamente con sus adversarios políticos. Por otra parte, la mayor parte de los políticos son unos improvisados que ejercen la política por mandato empírico, basándose en el principio de que tienen experiencia; pero que nunca se capacitaron con estudios universitarios específicos para hacerlo. La mayor parte de ellos nunca estudiaron ética, deontología, sociología, filosofía, derecho, economía, geopolítica, historia ni  leyeron a Platón ni a Hobbes, pero insisten mucho en virtudes tales como la perspicacia, el liderazgo, el oportunismo y la persuasión y pretenden así convertirse en expertos de la función pública a través de una escalada gradual de funciones que les otorga “experiencia”. Si aplicaríamos este punto de vista en el campo de la medicina, podríamos decir entonces que un enfermero que ha trabajado durante quince años en un hospital estaría  capacitado para ser médico. Así es que nos encontramos con la aberrante situación en la que un simple “contador”  o un administrador de empresas se desempeña como ministro de economía, como si el estado fuese una empresa privada.  Por otra parte, la mayor parte de las veces los cargos políticos se reparten como un botín de guerra, según el grado de participación en la campaña que los llevó al triunfo o según alianzas partidarias. Es difícil entender como semejante responsabilidad, la de dirigir los destinos de una sociedad, esté supeditada al azar y al oportunismo, y no a la honestidad y a la formación específica. La verdad es que la mayor parte de los políticos no poseen la suficiente formación para gobernar; ellos lo saben y nosotros lo sabemos también.
                En lo que respecta a la idea de diálogo que debería existir en toda democracia y que de cierto modo existía en la antigua Grecia, se desconoce por completo en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, debido al nefasto sistema de partidismo implementado actualmente, el poder legislativo no puede ejercer de forma correcta su función espécifica y mayor que es la de “deliberar” para legislar las leyes de interés público. Puesto que en las asambleas legislativas, no solo no debaten, ni dialogan, sino que además nunca se escuchan los unos a los otros, se insultan, se desprecian y hasta llegan a la violencia física, claro manifiesto de la impotencia lógica. No hay diálogo de ninguna especie, sólo discursos vanos y obsoletos, verborragia sin prosapia destinada a la inaudición mística. La causa de todo eso es que las asambleas están siempre dominadas ideológicamente por una mayoría que generalmente pertenece al partido en ejercicio del poder ejecutivo y que determinan de antemano, antes de las sesiones, lo que se vota y cómo se vota, lo que implica que las leyes ya están votadas en los pasillos, mucho antes de ser debatidas. Triste espectáculo ése de los recintos legislativos agrupando por un lado a los sordos  y a los  impotentes del otro, simulando el juego de la democracia a las espaldas del pueblo y a costa de él, manipulando los intereses del bien público, como las fichas de un dominó.
 Podemos concluir entonces diciendo que la democracia es una mentira universal  porque es un sistema que se disfraza con el sufragio universal, haciéndole creer al pueblo su participación efectiva en la vida política, para imponer siempre una casta de ineptos que se place en apropiarse del bien público y gobernar de forma totalitaria- con mayoría en las cámaras- para intereses absolutamente ajenos a los del pueblo. Estas democracias permiten que gobiernen los ignorantes, y en el peor de los casos, gente deshonesta y sin escrúpulos, elegidos a su vez por ignorantes. El resultado es la miseria del pueblo, porque si en verdad los políticos tendrían la honestidad de representar los intereses comunitarios, la gente no tendría que pasar miseria.
                Como conclusión podemos afirmar que si el pueblo pasa hambre existen dos posibilidades: o bien los políticos son deshonestos y no gobiernan para el pueblo, o bien, son incompetentes, porque no logran resolver los problemas que permiten su indigencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los comentarios publicados son de responsabilidad exclusiva de quien los envíe. No siempre refleja nuestra opinión.