En busca de "El Dorado"
Susana Dillon
Susana Dillon
Colombia resultó ser más rica en oro que México y el Perú.
Fue más allá en aquella tierra tropical donde salí a buscar a los que en otros
tiempos habían trabajado el oro como si fuera encaje. Una experiencia
inolvidable y ejemplificadora.
“Primero estaba el mar, todo estaba oscuro, no había ni sol,
ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. El mar estaba en todas partes. El
mar era la madre. La madre no era mi gente ni nada, ni cosa alguna, ella era el
espíritu de lo que iba a venir y ella era el pensamiento y la memoria”.
Mitología kogis
La primera vez que
visité el Museo del Oro de Bogotá me quedé mirando las inscripciones de sus
escaleras, donde sabiamente está condensada
la sabiduría de los kogis, una de las culturas aborígenes que sobreviven en territorio
colombiano. Luego un guía trató de meter en mi apabullado magín un sinnúmero de
nociones arqueológicas y antropológicas, para darme finalmente el golpe de gracia,
cuando entramos, con un nutrido grupo de turistas gringos, a la sala blindada, donde reluce el más
imponente tesoro que museo alguno pueda albergar, que hasta, pienso, podría
palidecer al mismísimo Tutankamon.
Cuando las pesadas
puertas se cerraron tras los turistas y se nos fue dando luz progresivamente,
noté que varios de los que allí estábamos entramos a pestañar y de todas las
bocas salió un incontenible ¡Oh!, producto del general deslumbramiento:
collares, brazaletes, narigueras, cerbatanas, cascabeles, coronas, polainas,
anillos, alfileres, anzuelos, pectorales, aros, prendedores, poporos, totumos y
utensilios de cocina, todo, todo en oro puro. Aun para el más desapasionado
observador aquello trajo los comentarios de los espectadores, nadie quedó
indiferente ante la labor de los creadores de tanta maravilla, no sólo por la
riqueza que representaba el metal, sino por el primor con que estaban
ejecutadas estas miles de obras de arte dignas del cincel de Benvenuto Cellini.
Desde ese día, hará
ya más de 30 años, he seguido fiel a mis indios, procurando acrecentar mis
conocimientos, situándome recién en los umbrales de la historia de América
prehispánica.
Pero si bien el
impacto producido por aquellos creadores de filigranas áureas me motivó a iniciar
la búsqueda de noticia, más lo que fue la lectura del génesis de los kogis,
vertidos con palabras tan poéticas como
llegadoras “Nyeldue era el padre del oro, de la canoa y de los árboles”, así
reza otra sentencia de la mitología, y eso me dio la pista, el camino por
seguir, para encontrarme con sus descendientes actuales. En eso estuve, hasta
el descubrimiento de El macondo, pasado y presente de una singularísima región, donde la más loca fantasía puede ser
la realidad cotidiana.
Varias veces he sentido
la fascinación del trópico colombiano, donde anidaron las culturas de oro, en
una bucólica geografía, donde los Andes están cubiertos de verdor y regados por
ríos murmurantes, que se atreven a saltar de alturas insólitas. Realmente el
reino del Nyeldue, padre de la canoa y de los árboles.
En las cercanías de
Santa Marta, en un valle cálido y fértil, se asienta la población de
Valledupar, que debe albergar algo así como quinientos mil habitantes. Esta es
la patria de la música vallenata (nacida en el valle). Lleva el nombre del
cacique Upare, famoso por su poder y sabiduría, que allá por el 1570 fue muerto
por Ambrosio Alfinger, un alemán metido a conquistador, luego de haberle hecho
pagar un fabuloso rescate en oro y plata, que los aterrorizados súbditos
reunieron para salvar a su cacique. Sin embargo, fue igualmente ejecutado y
pasado a cuchillo sus fieles rescatadores, al son de que eran herejes y
paganos. Claro que siempre hubo un sacerdote que los bautizara, como en el caso
tan conocido de Atahualpa, el inca, más nunca se supo que uno solo hubiese
pedido misericordia en nombre de la cruz para los dueños de las tierras
conquistadas e inocentes víctimas de la rapiña imperial.
De aquellos indios perseguidos, diezmados por
las enfermedades traídas por los blancos, reducidos a la esclavitud, quedaron
grupos aislados como los kogis, caribes,
motilones, arhuacos y otros… la mayoría de origen chibcha; todos
dispararon a las sierras y a los valle ocultos. Allí se establecieron
conservando hasta el presente sus tradiciones y manteniéndose etnológicamente
puros. Recelan del blanco que a cambio de renegar de sus dioses les ofrecen la
esclavitud y el vasallaje.
A estos indios me
propuse visitar, ya que me enteré de que cerca de Pueblo Bello existe un valle
famoso por un paisaje y su gente, donde el gobierno colombiano sostiene y
protege una reducción de arhuacos, que viven como sus ancestros, sin
importarles gran cosa lo que pueda brindarle la civilización, salvo algún que
otro producto farmacéutico o agujas de coser lana, única tentación con la que
pueden arribar los blancos.
Para llegar al valle
de San Sebastián de Taironaca, como se la llama
desde su descubrimiento, hay que recorrer en un reforzado Jeep la
carretera más escabrosa que se pueda pensar, a menudo único sendero, a veces
picada en el laberinto del bosque. Tierra cubierta de pantanares y caña de
azúcar, de árboles colosales, tapizados de orquídeas que rivalizan con la
espuma de los helechos gigantes… y flores,
flores, flores, que estallan desde el abismo hasta la cumbre en un vaho a
frutas y pétalos, a agua murmuradora, sensualmente adormecida por la música de
la selva tropical: toda maracas y huiros, ahí donde nace la cumbia, parida por
la propia naturaleza.
Nuestros compañeros
de viaje, todos vallenatos, suben al Jeep, cargan sus niños, sus gallinas y
hasta su puerco que va al techo en una canasta. Todos, en dulce montón dando
tumbos, entre dichos y ocurrencias, se unen amistosos a mi charla. Cuando me
saben argentina, surge el tema inevitable: “Las Malvinas”. La sencilla gente
quiere saber detalles de la guerra absurda y
pide explicaciones sobre “cómo quedaron con los gringos”. Se afligen, se
solidarizan. Tienen claras las cosas. El otro tema insoslayable es el tango:
nunca he visto gente que ame y sepa de tango tanto como los colombianos… sobre
todo los colombianos de la guardia vieja.
Y así en jacarandosa
cháchara, en esto de decir y preguntar, de cantar alguna estrofa de Manzi o de
la Blázquez, nada más que por actualizarlos a cambio de la jocosa y picante
cumbia -¿Qué es lo que mi negra quiere?-
se pasa por el túnel vegetal que alberga la más variada flora que uno
sueñe para llegar a Pueblo Bello -un valle donde pasó el tiempo y enamorado del
paisaje, se quedó en suspenso-.
Ahora hay que cambiar
de Jeep, de conductor y de pasajeros. Se bajan los que llevan en brazos las
gallinas y reniegan con el puerco de la canasta, que se escapa al monte
suponiendo su corta vida. Allí no hay heladera y las viandas deben viajar vivas
para que no se descompongan. Lo normal en el llano son los 40º C. Sube el nuevo
contingente con otras insólitas cargas y las provisiones de rigor. Otra vez dar
tumbos por entre la piedra viva. Jamás por allí pasó una motoniveladora, ni
herramienta alguna que mejore el camino de las cumbres. Los arhuacos no necesitan caminos: van a pie. El burro
carga sus trastos. Allá a nadie le inquieta
“la sociedad de consumo”.
Pero ya ronca el Jeep
y hay que seguir hasta el valle colgado de las cumbres… y como dice la cumbia,
“el camino es culebrero”.
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