Mientras en gran parte del mundo los delitos cometidos desde el poder se juzgan y condenan, aquí todo parece permitido.
Por Jorge Estrella*
La manifestaciones populares expresaron el hartazgo y el coraje de parte de la población ante el clima de impunidad que persiste en los últimos años en nuestro país. Mientras en regiones civilizadas el delito cometido desde el poder se juzga y condena, entre nosotros se afianzó el hábito de ver sin castigo a dirigentes como ex ministros del Gobierno nacional y hasta a su vicepresidente en ejercicio, procesados en juicios interminables, gozando de libertades inmerecidas.
La quema de urnas en Tucumán, la distribución vergonzosa de bolsones, la compra de votos, los tiroteos, gatillaron la crispación ante esa impunidad donde la mentira señorea sin rubor alguno y niega que haya inflación, inseguridad, pobreza, deuda y otros males. Y esa intolerancia de la gente ante la falta de justicia ha sido reprimida en un estilo que recuerda tiempos peores.
La democracia tiene reglas de juego civilizadas que no están siendo respetadas en nuestro país. La voluntad de las mayorías, cuando llega al poder, no es garantía para que los males de nuestro país (como la persistente pobreza de un tercio de la población) sean resueltos. Pero debe respetarse sin recurrir al fraude y la violencia.
Exigimos vivir en una sociedad en la cual se valoren la ética, la libertad de expresión y el diálogo entre contendientes.
*El autor es Doctor en Filosofía, ex profesor de la Universidad de Chile.
Por Cristina Bulacio**
Yo estuve allí. Estuve en la plaza de la dignidad aquella noche en la que Tucumán asumió -quizás, como hace 200 años- el rol de líder en la Argentina profunda. Nuestro grito fue un punto de inflexión en los tiempos políticos actuales. Los ecos del interior llegaron a la gran urbe y entonces el país se alertó. Autoconvocados, caminábamos hacia la plaza con mucha bronca e impotencia. Nos nucleaba la necesidad de recuperar nuestra dignidad ciudadana.
Reunirnos en la plaza pública -como fue el ágora de Atenas- marcaba a
las claras la envergadura de la protesta. A pesar de la violencia de la
noche anterior -cuando la Policía cargó contra el pueblo-, nadie sentía
miedo; por el contrario, había en el ambiente la certeza de haber
alcanzado el momento en el cual una sociedad se pone de pie para decir
algo, para hacerse valer, para ser escuchada. Aún cuando no diga nada.
Y efectivamente, no se dijo nada. No hubo discursos, ni líderes, ni
políticos, ni autoridades. Nadie osó apropiarse del reclamo ciudadano.
Sólo ruido, cánticos de jóvenes, Himno nacional, banderas que flameaban.
Estuvimos allí tres -y hasta cuatro horas- frente a la Casa de
Gobierno, símbolo de la arbitrariedad del poder. Nadie dirigió esta
revuelta pacífica; era el pueblo desnudo haciendo sentir su presión. Las
autoridades de la provincia estaban ausentes, los políticos ocupados en
otra cosa.
Sin embargo, debemos confesarlo: todos somos responsables. Se sabe
acerca de la corrupción que rodea los comicios; se lo hace a la vista
de todos, sin ningún recato: bolsones, dinero para comprar votos,
punteros que controlan gente, taxis para trasladar votantes, etc. Lo
dejamos pasar más o menos ocupados en nuestras tareas; denuncias que
morían en una Justicia inoperante y luego… nada.
Por eso marchamos para expresar nuestro agotamiento moral. Castigados
por la corrupción vernácula, el escandaloso enriquecimiento de los
políticos -mientras la pobreza crece ante nuestros ojos-, fuimos a
decir basta. Basta al uso del poder en beneficio propio, a la
manipulación de los más desprotegidos.
La revuelta fue contra todos los políticos. Los tucumanos exigimos el
derecho a vivir en una sociedad en la cual se valore la conducta ética,
se permita la libertad de expresión y se fomente el diálogo entre
contendientes. Es, simplemente, dignidad. Finalmente, lo dijimos en voz
alta y se escuchó a lo lejos.
**La autora es doctora en Filosofía, profesora consulta de la UNT.
Fuente: LA GACETA 30.08.15
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