Más cerca de tocar fondo
Por Carlos Pagni
El 18 de julio de 1995, durante la conmemoración del primer aniversario del atentado contra la AMIA, al ver el llanto desconsolado de los familiares, el entonces embajador de Israel, recién llegado al país, preguntó a una colaboradora: "¿Por qué están tan desesperados? En Israel se producen estas muertes a menudo". La asistente contestó: "Están desesperados porque saben que jamás tendrán justicia".
El
cadáver del fiscal Alberto Nisman, encerrado en un baño de su
departamento, es una nueva y macabra corroboración de aquella profecía,
que ahora parece extenderse a los amigos y familiares del propio Nisman.
Ésta es la razón por la cual esa muerte desborda la intriga policial para encarnar el abismo de la anomia. El motivo por el cual es tan perturbadora. Se consolida la angustiante presunción de que no hay a quien preguntar qué pasó en la AMIA. Ni hay a quien preguntar qué pasó con Nisman. En ese espacio no referenciado se está jugando en el país el partido del poder.
Como ocurre con las muertes importantes, es difícil vislumbrar las consecuencias de lo que pasó con Nisman. Lo único seguro es que para Cristina Kirchner se abrió una crisis de difícil solución. Nadie sabe cuáles fueron las fuerzas que terminaron con la vida del fiscal. ¿Estaban radicadas en su propio psiquismo o fue víctima de una agresión, física o moral, externa? Que Nisman estaba bajo una presión insoportable era fácil de adivinar: quienes lo trataron en los últimos días pueden dar testimonio de esa ansiedad que lo llevaba a hablar con una velocidad que convertía su discurso en algo casi incomprensible. Pero lo que le ocurrió es, por ahora, un misterio. Ni siquiera dejó una carta.
Sin embargo, como enseñó Platón, la política se mueve en el reino de la doxa, la opinión, que está basada en apariencias.
Por eso el Gobierno paga un costo enorme. Como puede advertirse en la prensa internacional, la lectura de la desaparición de Nisman está condicionada por un formato inapelable.Esto es: un fiscal denunció a la Presidenta por encubrir a los autores de un ataque terrorista y, horas antes de exponer sus pruebas ante un grupo de legisladores, aparece muerto en su departamento. Lo señaló la licenciada Saintout: el contexto modela los significados.
Pero el daño que la muerte de Nisman inflige al kirchnerismo está agravado por factores que exceden las circunstancias objetivas. Esos factores los aporta el propio Gobierno. El comportamiento que la señora de Kirchner y sus colaboradores exhibieron desde que el fiscal formuló su denuncia fue un estímulo irresponsable a la imaginación de los que ahora barruntan, basados en indicios fantasiosos, que ellos tienen algo que ver con su final.
El oficialismo reaccionó, como suele hacer en estos casos, con descalificaciones personales. Ayer todavía era posible observar cómo el aparato de comunicación de la Casa Rosada seguía insultando a Nisman. En algunos casos, como en el programa 6,7,8, se seguía tratando al fiscal de "delirante".
Cristina Kirchner extendió ese tratamiento que se había dado a la denuncia a la muerte del fiscal. Con su carta de ayer agregó motivos a esa presunción que quiere ver, con o sin razón, la mano del Gobierno detrás de lo ocurrido. En vez de ofrecer un criterio frente a la turbulencia institucional y a las marchas que ayer se extendían, la Presidencia se ubicó en el lugar de un detective que insinúa conclusiones sobre la muerte del fiscal basándose en alucinadas combinaciones entre viajes al exterior y titulares de Clarín.
A la señora de Kirchner le convendría hoy que la denuncia de Nisman hubiera tenido otra respuesta. Que D'Elía y Esteche hubieran aclarado que nunca traficaron información que terminaba en el prófugo Rabbani. Que explicaran que las escuchas eran falsas o que habían sido adulteradas. Que Héctor Icazuriaga, Francisco Larcher y Oscar Parrilli desmintieran la existencia de ñoquis de La Cámpora en la ex SIDE.
Sin embargo, en vez de discutir la calidad del planteo del fiscal, el kirchnerismo liberó su pasión por el argumento ad hominem. Así logró convertirse, al menos para la opinión pública, en un enemigo de Nisman por momentos más apasionado que los propios iraníes. Es decir, reclamó para sí el rol de culpable imaginario de cualquier inconveniente con que se encontrara el fiscal. Y con su carta ratificó esa posición.
Este involucramiento, sin duda involuntario, hace que cada expresión o movimiento de la administración resulte sospechoso. ¿Dónde estaban los custodios cuando se produjo la muerte del fiscal? ¿Por qué la madre se enteró de la desgracia antes que la procuradora Alejandra Gils Carbó o el juez de turno? ¿Por qué se enfatizó que la puerta estaba cerrada con una llave desde adentro si tenía una cerradura digital que se podría abrir con una clave? ¿Por qué el subsecretario Sergio Berni pasó varias horas en el departamento de Le Parc? ¿Por qué llegó antes que la propia fiscal que investiga la muerte, cuando ella aclaró que no lo convocó? ¿Por qué los funcionarios se apresuraron a sostener la tesis del suicidio sin esperar a que hubiera pruebas? ¿Es prueba suficiente la autopsia para descartar un asesinato? Estas preguntas, que dominaban ayer la percepción de los hechos, permiten calibrar el nivel de suspicacia que rodea a la muerte del fiscal.
Hay una dimensión de la tragedia que vuelve más espesa la interpretación. Nisman muere envuelto en una trama en la que el indescifrable mundo del espionaje es el principal protagonista. El secretario general de la Presidencia, Aníbal Fernández, presentó desde el inicio la denuncia del fiscal como una venganza de Antonio "Jaime" Stiusso, el director de operaciones de la SI despedido por la Presidenta. Esa explicación remite a un par de errores graves cometidos por los Kirchner. El primero, haber asignado a los servicios de informaciones un lugar central en la política. El segundo, haber provocado divisiones y enfrentamientos entre esos servicios para neutralizar el poder que ellos mismos le habían delegado.
Hoy el submundo del espionaje se mueve sin control ni conducción. La SI está partida en varias fracciones. Algunos de sus agentes libran una lucha oculta con la policía bonaerense y están enfrentados con la Inteligencia del Ejército, que conduce el general Milani, a quien Cristina Kirchner concedió facultades por fuera de la ley. Además se sabe, gracias a la denuncia de Nisman, que La Cámpora tiene una sección de espionaje a cargo de ñoquis que responden a otros ñoquis. En las sombras de este desaguisado aparece una dimensión misteriosa en la que la muerte del fiscal hace juego con el asesinato de "el Lauchón".
La tormenta que desató la muerte de Nisman se alimenta en estas desviaciones, pero también en algunas peculiaridades que son constitutivas del modo en que la señora de Kirchner practica la política. Una de ellas es la pasión por polarizar, por activar oposiciones automáticas, por pulverizar el centro. Es también por culpa de esta tendencia que el cadáver del fiscal pesa más sobre el Gobierno. El maniqueísmo tiene un riesgo conocido: asigna los significados de manera automática. Todo lo que es bueno para A es malo para -A, y viceversa. Los triunfos, los fracasos y también las muertes tienen autores antes de que se produzcan.
La fractura social, que para el kirchnerismo es una estrategia de dominación, destruye cualquier puente para el diálogo. Esa incomunicación suele tener consecuencias nocivas. Ashbey Turner, en su excepcional A treinta días del poder, explicó que la llegada de Adolf Hitler a la cancillería estuvo impulsada por la fragmentación de la dirigencia alemana. Esa desconexión, explica Turner, hizo que hacia 1933 todos los actores gravitantes tuvieran una hipótesis errónea de lo que quería hacer el otro. Así se introduce el caos en la historia.
La elite política argentina es un archipiélago en el que el actor más aislado es el Gobierno. Cristina Kirchner necesitaba del espionaje para saber qué haría Sergio Massa en la interna peronista. La conversación, el intercambio abierto de información entre sectores, fueron reemplazados por las hipótesis conspirativas. Hoy el espacio público es la plataforma para que se desenvuelvan dos confabulaciones: la oficial y la opositora.
La eliminación física de Nisman era sometida ayer a la lógica de ese conflicto subterráneo. Para algunos líderes opositores el Gobierno está detrás del "crimen" con la intención de conseguir impunidad. Y para algunos funcionarios del Gobierno Nisman fue víctima de los que lo estaban presionando para que se pusiera al servicio de un golpe. En ese paradigma bipolar no cabe la conjetura del suicidio. Ni siquiera la de un asesinato atribuible al terrorismo que el fiscal investigaba.
Es ingenuo pensar que un hecho trágico puede liberar al país de ese vértigo autodestructivo. Al revés, episodios traumáticos como el de anteanoche amenazan con que la agresividad se potencie. La carta que divulgó ayer la Presidenta lo demuestra: la muerte de Nisman no la condujo a revisar, sino a fortalecer sus propias presunciones. Y, es muy probable, a actuar en consecuencia.
La política argentina no se limita a dirimir la representación. Primero comenzó a estar en juego la libertad. Desde ayer compromete la vida. Da lo mismo que sea por suicidio o por asesinato. Desde hace años empezó a ser previsible que la forma primitiva de resolver las diferencias conectaría la vida pública con la muerte. Nisman no es un cisne negro. Es un cisne blanco.
La muerte del fiscal expresa la dimensión más grave de estos problemas: la sociedad argentina ya no cuenta con un Poder Judicial creíble que sirva como referencia última para esclarecer y, en todo caso, penalizar estas tragedias. Este aspecto de la crisis afecta al Gobierno de manera muy particular.
La muerte de Nisman se inscribe en un proceso por el cual Cristina Kirchner pretende, por medio de Gils Carbó, tomar el control de los tribunales a través de los fiscales. Ningún legislador o líder de la oposición consideró hasta anoche oportuno pedir la renuncia de la procuradora. Pero la conmoción de ayer la obligará a explicar cómo sigue, si es que sigue, su programa. Nisman era parte de esa Justicia que ella y sus superiores consideran ilegítima.
La desaparición del fiscal condensa el desprestigio de la embestida oficialista sobre el Poder Judicial y el descalabro de los organismos de inteligencia. Dos fenómenos cuyo efecto sobre la sociedad es conocido: producen desasosiego. La democracia argentina es una democracia con miedo, lo que la vuelve menos democracia..
Fuente: La Nación 20.01.15
Por Carlos Pagni
El 18 de julio de 1995, durante la conmemoración del primer aniversario del atentado contra la AMIA, al ver el llanto desconsolado de los familiares, el entonces embajador de Israel, recién llegado al país, preguntó a una colaboradora: "¿Por qué están tan desesperados? En Israel se producen estas muertes a menudo". La asistente contestó: "Están desesperados porque saben que jamás tendrán justicia".
Ésta es la razón por la cual esa muerte desborda la intriga policial para encarnar el abismo de la anomia. El motivo por el cual es tan perturbadora. Se consolida la angustiante presunción de que no hay a quien preguntar qué pasó en la AMIA. Ni hay a quien preguntar qué pasó con Nisman. En ese espacio no referenciado se está jugando en el país el partido del poder.
Como ocurre con las muertes importantes, es difícil vislumbrar las consecuencias de lo que pasó con Nisman. Lo único seguro es que para Cristina Kirchner se abrió una crisis de difícil solución. Nadie sabe cuáles fueron las fuerzas que terminaron con la vida del fiscal. ¿Estaban radicadas en su propio psiquismo o fue víctima de una agresión, física o moral, externa? Que Nisman estaba bajo una presión insoportable era fácil de adivinar: quienes lo trataron en los últimos días pueden dar testimonio de esa ansiedad que lo llevaba a hablar con una velocidad que convertía su discurso en algo casi incomprensible. Pero lo que le ocurrió es, por ahora, un misterio. Ni siquiera dejó una carta.
Sin embargo, como enseñó Platón, la política se mueve en el reino de la doxa, la opinión, que está basada en apariencias.
Por eso el Gobierno paga un costo enorme. Como puede advertirse en la prensa internacional, la lectura de la desaparición de Nisman está condicionada por un formato inapelable.Esto es: un fiscal denunció a la Presidenta por encubrir a los autores de un ataque terrorista y, horas antes de exponer sus pruebas ante un grupo de legisladores, aparece muerto en su departamento. Lo señaló la licenciada Saintout: el contexto modela los significados.
Pero el daño que la muerte de Nisman inflige al kirchnerismo está agravado por factores que exceden las circunstancias objetivas. Esos factores los aporta el propio Gobierno. El comportamiento que la señora de Kirchner y sus colaboradores exhibieron desde que el fiscal formuló su denuncia fue un estímulo irresponsable a la imaginación de los que ahora barruntan, basados en indicios fantasiosos, que ellos tienen algo que ver con su final.
El oficialismo reaccionó, como suele hacer en estos casos, con descalificaciones personales. Ayer todavía era posible observar cómo el aparato de comunicación de la Casa Rosada seguía insultando a Nisman. En algunos casos, como en el programa 6,7,8, se seguía tratando al fiscal de "delirante".
Cristina Kirchner extendió ese tratamiento que se había dado a la denuncia a la muerte del fiscal. Con su carta de ayer agregó motivos a esa presunción que quiere ver, con o sin razón, la mano del Gobierno detrás de lo ocurrido. En vez de ofrecer un criterio frente a la turbulencia institucional y a las marchas que ayer se extendían, la Presidencia se ubicó en el lugar de un detective que insinúa conclusiones sobre la muerte del fiscal basándose en alucinadas combinaciones entre viajes al exterior y titulares de Clarín.
A la señora de Kirchner le convendría hoy que la denuncia de Nisman hubiera tenido otra respuesta. Que D'Elía y Esteche hubieran aclarado que nunca traficaron información que terminaba en el prófugo Rabbani. Que explicaran que las escuchas eran falsas o que habían sido adulteradas. Que Héctor Icazuriaga, Francisco Larcher y Oscar Parrilli desmintieran la existencia de ñoquis de La Cámpora en la ex SIDE.
Sin embargo, en vez de discutir la calidad del planteo del fiscal, el kirchnerismo liberó su pasión por el argumento ad hominem. Así logró convertirse, al menos para la opinión pública, en un enemigo de Nisman por momentos más apasionado que los propios iraníes. Es decir, reclamó para sí el rol de culpable imaginario de cualquier inconveniente con que se encontrara el fiscal. Y con su carta ratificó esa posición.
Este involucramiento, sin duda involuntario, hace que cada expresión o movimiento de la administración resulte sospechoso. ¿Dónde estaban los custodios cuando se produjo la muerte del fiscal? ¿Por qué la madre se enteró de la desgracia antes que la procuradora Alejandra Gils Carbó o el juez de turno? ¿Por qué se enfatizó que la puerta estaba cerrada con una llave desde adentro si tenía una cerradura digital que se podría abrir con una clave? ¿Por qué el subsecretario Sergio Berni pasó varias horas en el departamento de Le Parc? ¿Por qué llegó antes que la propia fiscal que investiga la muerte, cuando ella aclaró que no lo convocó? ¿Por qué los funcionarios se apresuraron a sostener la tesis del suicidio sin esperar a que hubiera pruebas? ¿Es prueba suficiente la autopsia para descartar un asesinato? Estas preguntas, que dominaban ayer la percepción de los hechos, permiten calibrar el nivel de suspicacia que rodea a la muerte del fiscal.
Hay una dimensión de la tragedia que vuelve más espesa la interpretación. Nisman muere envuelto en una trama en la que el indescifrable mundo del espionaje es el principal protagonista. El secretario general de la Presidencia, Aníbal Fernández, presentó desde el inicio la denuncia del fiscal como una venganza de Antonio "Jaime" Stiusso, el director de operaciones de la SI despedido por la Presidenta. Esa explicación remite a un par de errores graves cometidos por los Kirchner. El primero, haber asignado a los servicios de informaciones un lugar central en la política. El segundo, haber provocado divisiones y enfrentamientos entre esos servicios para neutralizar el poder que ellos mismos le habían delegado.
Hoy el submundo del espionaje se mueve sin control ni conducción. La SI está partida en varias fracciones. Algunos de sus agentes libran una lucha oculta con la policía bonaerense y están enfrentados con la Inteligencia del Ejército, que conduce el general Milani, a quien Cristina Kirchner concedió facultades por fuera de la ley. Además se sabe, gracias a la denuncia de Nisman, que La Cámpora tiene una sección de espionaje a cargo de ñoquis que responden a otros ñoquis. En las sombras de este desaguisado aparece una dimensión misteriosa en la que la muerte del fiscal hace juego con el asesinato de "el Lauchón".
La tormenta que desató la muerte de Nisman se alimenta en estas desviaciones, pero también en algunas peculiaridades que son constitutivas del modo en que la señora de Kirchner practica la política. Una de ellas es la pasión por polarizar, por activar oposiciones automáticas, por pulverizar el centro. Es también por culpa de esta tendencia que el cadáver del fiscal pesa más sobre el Gobierno. El maniqueísmo tiene un riesgo conocido: asigna los significados de manera automática. Todo lo que es bueno para A es malo para -A, y viceversa. Los triunfos, los fracasos y también las muertes tienen autores antes de que se produzcan.
La fractura social, que para el kirchnerismo es una estrategia de dominación, destruye cualquier puente para el diálogo. Esa incomunicación suele tener consecuencias nocivas. Ashbey Turner, en su excepcional A treinta días del poder, explicó que la llegada de Adolf Hitler a la cancillería estuvo impulsada por la fragmentación de la dirigencia alemana. Esa desconexión, explica Turner, hizo que hacia 1933 todos los actores gravitantes tuvieran una hipótesis errónea de lo que quería hacer el otro. Así se introduce el caos en la historia.
La elite política argentina es un archipiélago en el que el actor más aislado es el Gobierno. Cristina Kirchner necesitaba del espionaje para saber qué haría Sergio Massa en la interna peronista. La conversación, el intercambio abierto de información entre sectores, fueron reemplazados por las hipótesis conspirativas. Hoy el espacio público es la plataforma para que se desenvuelvan dos confabulaciones: la oficial y la opositora.
La eliminación física de Nisman era sometida ayer a la lógica de ese conflicto subterráneo. Para algunos líderes opositores el Gobierno está detrás del "crimen" con la intención de conseguir impunidad. Y para algunos funcionarios del Gobierno Nisman fue víctima de los que lo estaban presionando para que se pusiera al servicio de un golpe. En ese paradigma bipolar no cabe la conjetura del suicidio. Ni siquiera la de un asesinato atribuible al terrorismo que el fiscal investigaba.
Es ingenuo pensar que un hecho trágico puede liberar al país de ese vértigo autodestructivo. Al revés, episodios traumáticos como el de anteanoche amenazan con que la agresividad se potencie. La carta que divulgó ayer la Presidenta lo demuestra: la muerte de Nisman no la condujo a revisar, sino a fortalecer sus propias presunciones. Y, es muy probable, a actuar en consecuencia.
La política argentina no se limita a dirimir la representación. Primero comenzó a estar en juego la libertad. Desde ayer compromete la vida. Da lo mismo que sea por suicidio o por asesinato. Desde hace años empezó a ser previsible que la forma primitiva de resolver las diferencias conectaría la vida pública con la muerte. Nisman no es un cisne negro. Es un cisne blanco.
La muerte del fiscal expresa la dimensión más grave de estos problemas: la sociedad argentina ya no cuenta con un Poder Judicial creíble que sirva como referencia última para esclarecer y, en todo caso, penalizar estas tragedias. Este aspecto de la crisis afecta al Gobierno de manera muy particular.
La muerte de Nisman se inscribe en un proceso por el cual Cristina Kirchner pretende, por medio de Gils Carbó, tomar el control de los tribunales a través de los fiscales. Ningún legislador o líder de la oposición consideró hasta anoche oportuno pedir la renuncia de la procuradora. Pero la conmoción de ayer la obligará a explicar cómo sigue, si es que sigue, su programa. Nisman era parte de esa Justicia que ella y sus superiores consideran ilegítima.
La desaparición del fiscal condensa el desprestigio de la embestida oficialista sobre el Poder Judicial y el descalabro de los organismos de inteligencia. Dos fenómenos cuyo efecto sobre la sociedad es conocido: producen desasosiego. La democracia argentina es una democracia con miedo, lo que la vuelve menos democracia..
Fuente: La Nación 20.01.15
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