Scioli repite lo de Solá y CFK comenta. Nadie encara de verdad la problemática de la seguridad.
Por Nelson Castro
El jueves de 1° de abril de 2004, Juan Carlos Blumberg, cuyo hijo Axel había sido víctima de un secuestro extorsivo que terminó con su asesinato, realizó una convocatoria que atrajo multitudes. Más de 150 mil personas se congregaron frente al Congreso para reclamar medidas para combatir la ola de inseguridad que asolaba al país. Se presentó allí un petitorio basado en siete puntos:
1-Una ley que reprimiera la portación de armas con pena de prisión no excarcelable.
2-Una ley que obligara a la registración pública de la telefonía móvil con indicaciones de los datos personales del titular y su documentación. Solicitaba que se registrara a quienes vendían o alquilaban dichos aparatos, la prohibición de venta a quienes tuviesen antecedentes penales y la regulación de la facultad de las fuerzas de seguridad para verificar la titularidad en la vía pública y el secuestro de la tenencia irregular.
3-Adoptar un sistema de documentación personal que impida su falsificación o adulteración, similar a los pasaportes.
4-Legislar un sensible aumento en las penas mínimas y máximas para los delitos de homicidio, secuestro y violación (mínimo 20 años). Establecer un régimen especial de severidad cuando en el delito participen o estén involucrados funcionarios o miembros de las fuerzas de seguridad. Las penas sean siempre de cumplimiento efectivo y total sin salidas anticipadas en ningún caso. Modificación del régimen de imputabilidad penal de los menores.
5-Modificar la pena en condena por dos o más hechos. Las penas deben sumarse sin límites máximos.
6- Que la pena perpetua, sea perpetua. No más 25 años como máximo.
7- Legislar imponiendo para los excarcelados, sean procesados o condenados, una reeducación a través del trabajo. Establecer un mínimo de ocho horas diarias de trabajo para la comunidad. Asimismo, cárceles para el trabajo y el aprendizaje de artes y oficios.
Al día siguiente de aquel acto, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, decretó la emergencia de seguridad y anunció medidas para aumentar la cantidad de policías en la calle. Lo mismo acaba de hacer su sucesor, Daniel Scioli.
El lunes 19, el primer ministro de Justicia del gobierno de Néstor Kirchner, Gustavo Béliz, presentó un ambicioso plan para combatir la inseguridad. Dicho plan comprendía la conformación de una agencia de seguridad compuesta por seis mil efectivos de naturaleza federal; la disminución del régimen de imputabilidad a 14 años; la instrumentación del juicio por jurados; una modificación a la legislación en materia de asociación ilícita; ocho nuevas cárceles federales antes de 2007; la reforma de la Ley de Seguridad Interior para permitir la intervención de las policías provinciales y un reordenamiento de la Policía Federal, la Prefectura y la Gendarmería; un reordenamiento de la Justicia Penal de la Ciudad de Buenos Aires; la presencia de jueces y fiscales en cada uno de los barrios de la Capital; la incorporación de mil becarios de derecho para controlar al Servicio Penitenciario Federal; la eliminación de las excarcelaciones; y un cobro por incentivo en las comisarías y readecuación salarial que tenga que ver con la obtención de resultados.
Este ejercicio de memoria impacta y nos pone frente a la real dimensión de la tremenda deuda que la dirigencia política tiene con el problema de la inseguridad. Son diez años de no haber hecho nada significativo. Es importante subrayar que el linchamiento es, lisa y llanamente, un delito. Sin embargo, con reafirmar ese concepto no alcanza. Las encuestas muestran elevados porcentajes de aprobación de esta conducta, un dato preocupante. Este drama que hoy se vive no se soluciona con el Código Penal. Cuando se llega a ese punto es porque algo falló. El desafío para la dirigencia política no es que haya más presos sino menos delitos.
La Presidenta habla del tema como si fuera una comentarista de la realidad. En el último “Aló Presidenta” se la escuchó hablar de la exclusión social como germen fundamental de la violencia. Es algo cierto que ya ha sido repetido hasta el cansancio. Lo que se espera de un jefe de Estado son las soluciones. La década ganada está lejos de haberlas encontrado. Los planes sociales son la confirmación de la persistencia de un nivel de exclusión alarmante. Y cuando se los utiliza como instrumento de clientelismo político, no hacen más que ahondar el grado de denigración al que se ven expuestos los beneficiarios.
La ausencia del Estado contribuye a agravar el problema. Cuando el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, y el secretario de Seguridad, Sergio Berni insisten en negarlo, pierden el tiempo. ¿Qué Estado hay en las cada vez más pobladas villas que se extienden por el país en las que no hay escuelas, puestos sanitarios ni presencia policial?
¡Qué buen mensaje para la sociedad hubiera sido que la Presidenta hubiese formulado una convocatoria sincera y amplia a toda la dirigencia política, no para una foto sino para sentar las bases orientadas a la elaboración de un programa común –una política de Estado– sin el que no habrá soluciones de fondo para este drama!
A la oposición también le cabe lo suyo. Quienes hablan con sus líderes encuentran un marcado desconocimiento de aspectos clave para enfrentar el problema en sus causas y no en sus efectos.
Para completar el cuadro, hay jueces indolentes que poco se preocupan por el trasfondo social del delincuente. Los magistrados que tuvieron a su cargo los casos de los arrebatadores atrapados y salvados por el portero Alfredo Malverti y por Gerardo Romano, los liberaron tras un simple trámite telefónico. Pudieron haber hecho más: hablar con ellos y sus familias conocer sus antecedentes, disponer la evaluación de sus personalidades, preocuparse en dar alguna sugerencia tendiente a evitar una eventual reincidencia.
Así, la percepción del ciudadano es que son muchos los funcionarios y dirigentes políticos de distintos niveles que no se hacen cargo de nada, ya que cada cual trata de cuidar su quintita, actitud absolutamente nociva y peligrosa para una sociedad que necesita desesperadamente vivir bajo el Estado de Derecho y sentirse segura.
Por Nelson Castro
El jueves de 1° de abril de 2004, Juan Carlos Blumberg, cuyo hijo Axel había sido víctima de un secuestro extorsivo que terminó con su asesinato, realizó una convocatoria que atrajo multitudes. Más de 150 mil personas se congregaron frente al Congreso para reclamar medidas para combatir la ola de inseguridad que asolaba al país. Se presentó allí un petitorio basado en siete puntos:
1-Una ley que reprimiera la portación de armas con pena de prisión no excarcelable.
2-Una ley que obligara a la registración pública de la telefonía móvil con indicaciones de los datos personales del titular y su documentación. Solicitaba que se registrara a quienes vendían o alquilaban dichos aparatos, la prohibición de venta a quienes tuviesen antecedentes penales y la regulación de la facultad de las fuerzas de seguridad para verificar la titularidad en la vía pública y el secuestro de la tenencia irregular.
3-Adoptar un sistema de documentación personal que impida su falsificación o adulteración, similar a los pasaportes.
4-Legislar un sensible aumento en las penas mínimas y máximas para los delitos de homicidio, secuestro y violación (mínimo 20 años). Establecer un régimen especial de severidad cuando en el delito participen o estén involucrados funcionarios o miembros de las fuerzas de seguridad. Las penas sean siempre de cumplimiento efectivo y total sin salidas anticipadas en ningún caso. Modificación del régimen de imputabilidad penal de los menores.
5-Modificar la pena en condena por dos o más hechos. Las penas deben sumarse sin límites máximos.
6- Que la pena perpetua, sea perpetua. No más 25 años como máximo.
7- Legislar imponiendo para los excarcelados, sean procesados o condenados, una reeducación a través del trabajo. Establecer un mínimo de ocho horas diarias de trabajo para la comunidad. Asimismo, cárceles para el trabajo y el aprendizaje de artes y oficios.
Al día siguiente de aquel acto, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, decretó la emergencia de seguridad y anunció medidas para aumentar la cantidad de policías en la calle. Lo mismo acaba de hacer su sucesor, Daniel Scioli.
El lunes 19, el primer ministro de Justicia del gobierno de Néstor Kirchner, Gustavo Béliz, presentó un ambicioso plan para combatir la inseguridad. Dicho plan comprendía la conformación de una agencia de seguridad compuesta por seis mil efectivos de naturaleza federal; la disminución del régimen de imputabilidad a 14 años; la instrumentación del juicio por jurados; una modificación a la legislación en materia de asociación ilícita; ocho nuevas cárceles federales antes de 2007; la reforma de la Ley de Seguridad Interior para permitir la intervención de las policías provinciales y un reordenamiento de la Policía Federal, la Prefectura y la Gendarmería; un reordenamiento de la Justicia Penal de la Ciudad de Buenos Aires; la presencia de jueces y fiscales en cada uno de los barrios de la Capital; la incorporación de mil becarios de derecho para controlar al Servicio Penitenciario Federal; la eliminación de las excarcelaciones; y un cobro por incentivo en las comisarías y readecuación salarial que tenga que ver con la obtención de resultados.
Este ejercicio de memoria impacta y nos pone frente a la real dimensión de la tremenda deuda que la dirigencia política tiene con el problema de la inseguridad. Son diez años de no haber hecho nada significativo. Es importante subrayar que el linchamiento es, lisa y llanamente, un delito. Sin embargo, con reafirmar ese concepto no alcanza. Las encuestas muestran elevados porcentajes de aprobación de esta conducta, un dato preocupante. Este drama que hoy se vive no se soluciona con el Código Penal. Cuando se llega a ese punto es porque algo falló. El desafío para la dirigencia política no es que haya más presos sino menos delitos.
La Presidenta habla del tema como si fuera una comentarista de la realidad. En el último “Aló Presidenta” se la escuchó hablar de la exclusión social como germen fundamental de la violencia. Es algo cierto que ya ha sido repetido hasta el cansancio. Lo que se espera de un jefe de Estado son las soluciones. La década ganada está lejos de haberlas encontrado. Los planes sociales son la confirmación de la persistencia de un nivel de exclusión alarmante. Y cuando se los utiliza como instrumento de clientelismo político, no hacen más que ahondar el grado de denigración al que se ven expuestos los beneficiarios.
La ausencia del Estado contribuye a agravar el problema. Cuando el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, y el secretario de Seguridad, Sergio Berni insisten en negarlo, pierden el tiempo. ¿Qué Estado hay en las cada vez más pobladas villas que se extienden por el país en las que no hay escuelas, puestos sanitarios ni presencia policial?
¡Qué buen mensaje para la sociedad hubiera sido que la Presidenta hubiese formulado una convocatoria sincera y amplia a toda la dirigencia política, no para una foto sino para sentar las bases orientadas a la elaboración de un programa común –una política de Estado– sin el que no habrá soluciones de fondo para este drama!
A la oposición también le cabe lo suyo. Quienes hablan con sus líderes encuentran un marcado desconocimiento de aspectos clave para enfrentar el problema en sus causas y no en sus efectos.
Para completar el cuadro, hay jueces indolentes que poco se preocupan por el trasfondo social del delincuente. Los magistrados que tuvieron a su cargo los casos de los arrebatadores atrapados y salvados por el portero Alfredo Malverti y por Gerardo Romano, los liberaron tras un simple trámite telefónico. Pudieron haber hecho más: hablar con ellos y sus familias conocer sus antecedentes, disponer la evaluación de sus personalidades, preocuparse en dar alguna sugerencia tendiente a evitar una eventual reincidencia.
Así, la percepción del ciudadano es que son muchos los funcionarios y dirigentes políticos de distintos niveles que no se hacen cargo de nada, ya que cada cual trata de cuidar su quintita, actitud absolutamente nociva y peligrosa para una sociedad que necesita desesperadamente vivir bajo el Estado de Derecho y sentirse segura.
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