Por Guillermina Tiramonti
A partir de la segunda mitad del siglo pasado, y
especialmente desde la apertura democrática, el nivel medio se ha democratizado
y hoy incluye al 85% de los jóvenes. En algunas de las instituciones se han
organizado centros de estudiantes, pero la práctica de la protesta estudiantil
involucra sólo a algunas de ellas y a una minoría de alumnos. En el caso del
Pellegrini y el Buenos Aires, ambas han sostenido su tradicional liderazgo en
la protesta.
Si es así, vale la pena reflexionar sobre los
contenidos y las prácticas que organizan la protesta estudiantil. Tanto en uno
como en otro hay variaciones interesantes y continuidades que dan cuenta de la
existencia de una matriz que reproduce nuestra cultura política.
Comencemos por los contenidos, en los que hay una
deriva que exige reflexión. Las primeras movilizaciones nacionales que
comprometieron a los estudiantes secundarios se dieron en los años 60 alrededor
de la disputa entre "laica o libre" con la que se definía la apertura
de la educación superior a la prestación privada. En aquella ocasión,
estudiantes de colegios privados y públicos ocuparon masivamente las calles y
las escuelas, y desplegaron una interesante capacidad organizativa cristalizada
en la conformación de una serie de ligas a través de las cuales se coordinaron
las acciones de los grupos estudiantiles en diferentes ciudades del interior
del país.
De allí en más, el estudiantado secundario participó
a través de marchas y tomas de escuela en diferentes momentos de la historia
del país. Fue parte de las movilizaciones del 73 cuando se recuperaba la
actividad política luego del largo interregno de la dictadura militar. En los
80, en el marco de la reapertura democrática, los estudiantes participaron en
la campaña pública contra el gatillo fácil y la violencia sobre los
adolescentes y, en la primera mitad de los años 90, marcharon contra los
indultos y formaron parte de la organización de movimientos de defensa de la
educación pública.
Muy recientemente, en 2010, hubo un importante
movimiento de estudiantes secundarios en la provincia de Córdoba liderados por
alumnos de las tradicionales escuelas públicas que luego se extendieron hasta
abarcar 16 instituciones que fueron ocupadas por los alumnos. Las demandas se
centraban en el reclamo por las condiciones edilicias de las instituciones, a
lo que luego se agregó un reclamo por participar en la discusión de la ley de
educación provincial (que se estaba discutiendo en el ámbito de la
Legislatura).
En los últimos años, los estudiantes de la ciudad
de Buenos Aires se han movilizado y ocupado las escuelas para reclamar por los
edificios, la falta de calefacción y, en estos días, por la recuperación de los
servicios de bufé en las escuelas, algo que, en el caso del Pellegrini, había
sido convenido con el rector y se negociaba con las autoridades de la
Universidad de Buenos Aires.
El relato precedente evidencia una variación muy
fuerte en los contenidos de la protesta. En contraposición con los contenidos
de antes -que se centraban en demandas vinculadas con la ciudadanía en su
conjunto o que los interpelaban como integrantes de un colectivo con el que se
identificaban, ya sea como estudiantes de la escuela pública y defensores de
estas instituciones o desde su identidad de jóvenes contra los que se ejerce la
violencia-, en los últimos años los jóvenes demandan cierto confort en las
escuelas y la recuperación de los servicios del bufé. No discutimos la validez
de estos reclamos. Sí que sean sólo éstas, y no éstas y otras, las demandas y
protestas que se vehiculizan a través de las organizaciones estudiantiles.
La banalización de los contenidos no se debe a que
hayan sido superadas las problemáticas de la escuela pública, y tampoco es que
falten motivos más generales que deberían afectar a los estudiantes en su
condición de ciudadanos. La educación pública general y la secundaria en
especial avanzan en algunos aspectos y en otros mantienen situaciones de clara
injusticia. Este histórico desbalance en la equidad del sistema no figura en la
agenda de las organizaciones estudiantiles. En el campo de la condición
ciudadana, la historia reciente brinda muchas oportunidades para el
pronunciamiento juvenil. Hace muy poco se dictó una ley antiterrorista que pone
claramente en riesgo la posibilidad de la expresión del disenso y de la
protesta pública. En ese caso no hubo movilización estudiantil. Estos chicos no
fueron sensibles a esos contenidos como sí lo fueron generaciones anteriores en
el caso de los indultos. Hace muy pocos días los diarios mostraron a dos
jóvenes salteños brutalmente torturados por la policía local. Los estudiantes
no reaccionaron con marchas y manifestaciones como lo hicieron aquellos que
marcharon contra el gatillo fácil de la policía. No son jóvenes que se
movilizan en pos del derecho a la protesta de la ciudadanía o para erradicar la
violencia que se ejerce sobre sus congéneres.
¿Habrá otros jóvenes, otros espacios, otras formas
de militar que estén procesando aquello que les acontece como ciudadanos y como
jóvenes? O sólo queda la reivindicación del sándwich. Estoy segura de que mis
colegas "juvenólogos" estarán ya preparando un texto donde me dicen
cuán ignorante soy y me cuentan miles de experiencias con otros contenidos. De
ser así, repensemos donde están las escuelas de la democracia.
En contraste con el devenir de los contenidos, las
prácticas presentan una continuidad muy clara. En la Argentina, la política se
hace en la calle, poniendo el cuerpo en la confrontación. No se acude a ningún
canal institucional para procesar las demandas, no se va al Congreso o a la
Legislatura (como los jóvenes chilenos) a conversar con los representantes; se
elude el diálogo porque se trata de impugnar al otro y no de entablar
negociaciones. Se debe vencer, ganar la pulseada, desgastar y no construir un
dialogo a través del cual procesar la demanda que se supone que originó la
movilización. Y esa política que se hace en la calle, en el "barro",
sólo puede rendir frutos si interpela a los medios, si genera opinión pública,
he aquí que estemos magnificando algo tan nimio como las tomas por calefacción
y por bufés.
Se trata, como decía Oscar Terán, de un pluralismo
negativo. Define un escenario polifónico que, sin embargo, no constituye un
espacio de comunicación: hablan todos al mismo tiempo sin que nadie se escuche,
pero generan la ilusión de que se participa en la construcción de algo que se
supone que es el espacio de lo público. La construcción de lo público y la
política se piensan como una épica del cuerpo a cuerpo, como si se estuviera en
una etapa previa al uso de las sutilezas de la palabra. En esta épica de la
confrontación corporal lo que se valora es justamente ganar la calle, estar
ahí, independientemente de cuál es el contenido y de los derechos de otros que
la confrontación aplasta. ¿O es que la mayoría de chicos del Pellegrini y del
Buenos Aires están de acuerdo con jugar la partida de tomar la escuela y la
calle con el único motivo de reclamar por el sándwich?
Otro artículo podríamos haber escrito si nos
hubiéramos detenido en marcar cómo cada escuela es un espacio de aprendizaje de
prácticas democráticas basadas en la cimentación de comunidades de diálogo, en
la generación de reglas claras para procesar el conflicto, en el
enriquecimiento del intercambio entre diferentes y en la construcción de un
espacio culturalmente significativo.
Pero sólo en algunas escuelas se avanza en este
sentido, en general falta mucho para que las escuelas medias sean espacios de
socialización en una matriz cultural que pueda ser nombrada como democrática.
Fuente: LA NACION 27.07.12
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