Cuando viaje por nuestro norte y se llegue a Jujuy, adentrándose en las bellezas de la Quebrada de Humahuaca, si tiene posibilidades de seguir, conozca un poco más y observe la Puna en la ruta a Villazón, esa tierra de incribles dimensiones, agreste paisaje colorido donde el oxígeno es un bien preciado que se valora en cada movimiento del diafragma, y la vida se torna un milagro que nos asombra por su continuidad en condiciones tan adversas.
Cuando aprecie todo esos encantos de color y geografía que dan al paisaje tonos y relieves de indescriptible belleza, sepa que allí también vivió un grande de nuestras letras que le rindió su homenaje en obras literarias inmortales. Ese fue Héctor Tizón, quién murió recientemente, el 30 de Julio
Desde las páginas literarias, leamos cómo se lo recuerda:
Murió Héctor Tizón, voz y
memoria de la puna
Tenía 82 años. Acababa de
publicar un libro repasando sus grandes historias, las mismas que contó en
obras magistrales como Fuego en Casabindo, La mujer de Strasser o La belleza del
mundo. Recibió varios premios, entre ellos el grado de Caballero de la Orden de
las Artes y las Letras que concede el gobierno de Francia.
Por Horacio Bilbao
"Ha muerto
Héctor Tizón, que tuvo tiempo de escribir y publicar su Memorial de la Puna.
Allí continuó y dejó abierta su obra retomando esas grandes historias mínimas,
las de sus novelas, las de su tierra desértica. Ha muerto Tizón, no su
literatura, y con la noticia ese último librito se lee cual testamento.
"El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está muerto aquéllo
que definitivamente hemos olvidado", dijo. O escribió.
Murió en
Jujuy Tizón, donde eligió vivir. Magistrado, exiliado, ciudadano universal y de
Yala, se eligió a éste último para hablarles a los otros. Desde esa experiencia
eligió contar el mundo, desde esos hombres y mujeres que se enfrentan a ellos
mismos en la soledad y el silencio. Es curioso, ahora, la contratapa de su
último libro, el lugar en el que las editoriales exageran las virtudes de sus
autores, le queda chica: "Ya es un hombre sabio al que la vida no le
escamotea sus verdades", dice. Hacía rato lo era.
Había
nacido, por casualidad, en Rosario de la Frontera, Salta, el 21 de octubre de
1929. Pero siempre su vida transcurrió en Yala. Allí pasó su infancia, y quizá
allí mismo decidió que ese cruce entre el desierto y las yungas sería el teatro
de operaciones para contar y contarse a sí mismo. Desde temprano, Tizón debió
navegar entre dos lenguas, la de los libros y la quechua. Ni sus años en La
Plata o en México, ni el exilio en España, o su carrera diplomática en Milán le
cambiaron el foco. Su literatura se nutre también de esas experiencias, pero
fluye siempre de su sangre alto peruana.
En sus
historias hay un escenario concreto, pero sus problemas son universales,
filosóficos, y muy humanos. En México, adonde viajo como diplomático, publicó
en 1960 su primer libro, A un costado de los rieles. Luego, ya de
regreso en la Argentina vinieron Fuego en Casabindo y Sota de bastos,
caballo de espadas, entre otros. Casabindo, Yala, Humahuaca, Cochinoca...
En esas primeras obras necesitó ponerle nombre y apellido al espacio
geográfico. Hasta dibujaba mapas para anclar sus historias, para preservar los
buenos tiempos, aquéllos de los que hablaban los viejos.
No
siempre reinaron la oscuridad y la pobreza en el norte argentino. Y quiso Tizón
salvar aquel vago recuerdo de grandeza. Libró entonces una batalla contra el
tiempo para mantener los mitos de estas tierras arrasadas por el viento, las
viruelas y el alcoholismo. "En un remoto rincón de la puna, los
sobrevivientes... buscan en el pasado las huellas de ilusiones perdidas",
escribió. Buscaba conservar esas voces, enrumbadas a morir.
Después,
el tiempo le enseñó que lo que tiene que perderse se pierde. Y más en la puna.
Abandonó pronto las localizaciones. Quizá ese cambio haya operado en tiempos
del exilio, entre 1976 y 1982 cuando alternó casa en Madrid, París y Milán. Fue
cuando, paradójicamente, muchos de sus personajes también perdieron los
nombres. Sin mapa, sus personajes siguieron haciendo crujir la tierra dura y
estéril a cada paso, y el amanecer siempre diáfano los siguió sorprendiendo en
los caseríos de una Puna sin nombre. Sus dramas son los de la condición humana.
Contra la
intelectualización literaria, contra el palabrerío inútil, se volvió un
buscador incansable de atmósferas sencillas. Pero épicas. Misión que comparte
con escritores como John Berger, buceando en su memoria pequeños actos,
enmarcados por un mundo insondable. La tía Gertrudes, Doroteo, Venancio, Jacinta...
Seres taciturnos, limitados, solos, son construcciones contra el ruido
citadino. Pura apología del silencio. Hombres y mujeres que no usan la lengua
para decir tonterías. Silencio y también soledad. Fue Tizón un enemigo del
despilfarro y el exceso. Y es esa una característica de sus paisajes, de sus
sentimentales historias puneñas.
Nos
remite a lugares y a la vez los crea, este ex embajador, vagabundo, exiliado y
regresado, como alguna vez se definió. Pero la soledad también es deseo. Allí
están Laura y la mujer de Strasser, sensuales, con nada en común más que una
evidencia de la pasión permanente. Sus libros también tienen un vínculo curioso
y casi oculto con la historia mundial. En Memorial... retoma la historia
del dinamitero de La mujer de Strasser, que no es otro que el Mariscal
Tito, el hombre poderoso que gobernó Yugoslavia durante cuarenta años y que en
la década del treinta vivió en Jujuy y trabajó junto al padre del escritor en
el tendido del ferrocarril. También vuelve sobre el Conde de Montseanou, un
noble belga venido a menos que se ganaba la vida tocando el piano en un
prostíbulo de La Quiaca. Nombres y apellidos para personajes que no los
necesitan.
Sean
quienes sean, vengan de donde vengan, sus historias y personajes, vibran al
compás de la oralidad de los bosques y las quebradas, de los vientos de la Puna
y el desierto, de las pasiones, el sexo, los ritos de la muerte... Quizá
guarden algo del diplomático radical "yrigoyenista", del abogado que
llegó a ser juez de la Corte Suprema jujeña. Pero habría que volver a Yala, a
otros pueblitos jujeños, aunque sea a través de un libro, y preguntar en los
boliches, en las procesiones, en el río o en esas calles de frontera.
Sus
historias siguen allí, como Tizón mismo. Hay que ir a buscarlos: sólo está
muerto aquello que definitivamente hemos olvidado.
Fuente: revista Ñ
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