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9 jun 2009
Memorias de una rebelde revelada (Entrevista a Susana Dillon)
Por Bibiana Fulchieri
Más de uno o una se cruza la calle con miedo o “cola de paja” cuando la ve, con su tranquito corto pero rápido caminando por las veredas de Río Cuarto; pero también más de uno o una se cruza la calle cuando se la encuentra, para besarla, abrazarla, desearle fuerzas, invitarla a una marcha, contarle de algún derecho humano vulnerado o felicitarla por Mujeres reveladas, su último libro, el que está levantando más polvareda que malón pampa por los guadales de la Trapalanda.
Susana Dillon, que de ella hablamos, nos recibe en su céntrico departamento riocuartense, dónde cocina letras en la fiel Olivetti 55, a la que le da una biaba terrible; apenas distribuido por las librerías Mujeres reveladas, exclama a manera de saludo: “!Aquí tengo ya el próximo!”, y nos entrega el original que aún huele a tinta de La marquesa del Papa, vida secreta de la mujer más rica de la Argentina, una investigación novelada de la vida y obra de doña María Harilaos viuda de Ambrosio Olmos y los tiempos aquellos en que éramos el granero del mundo.
“Yo soy una escritora silvestre, diría que me doy todas las licencias que quiero, no tengo pudores y le meto sandunga a la historia”, expresa, como para aventar de entrada cualquier duda sobre su escuela o adscripción a un canon literario. Para conversar con ella hay que disponerse a una continua gimnasia de digresiones. Es que tanta pasión y vida la obligan a discurrir en meandros por su memoria, que va rumbo a los 84 años.
“Nací en Pergamino, hija de Frank Dillon y Cándida Courtial –cuenta, como para empezar–, mi infancia fluctuó entre la vida campesina de laburantes franceses arraigados a la tierra y unos irlandeses farristas y llenos de humor que parecían estar siempre festejando San Patricio. Mi mamá era maestra, una luchadora pragmática acostumbrada a ‘tirar del carro’ toda su vida”.
Según fotos (que no nos dejan mentir) podemos asegurar que de niña (y aún hoy) era más linda que su coetánea Shirley Temple, también con sus ricitos de oro, una prodigio de viveza precoz: “A los 5 años me fui de casa, resulta que tenía que esperar a unas visitas cambiadita y quieta, eso me hizo enojar mucho y, cuando vinieron, delante de ellas me tomé el agua de las gallinas como acto de protesta, y después me escapé a esconder a un alfalfar hasta la medianoche, fue mi primer escándalo”.
Después vinieron otros, y otros, todos episodios relacionados con su verba, hasta le recomendaron a su madre internarla pupila por mal hablada. En cambio, la castigaron con el mejor de los paraísos: la lectura. Se ríe a carcajadas cuando recuerda aquel remedio peor que la enfermedad: “Decidieron no dejarme salir para corregir mi mala conducta. Entonces, empecé a leer todo lo que se me cruzara: Verne, Salgari, London y todos los clásicos hasta Memorias de una princesa rusa. Cuando se dieron cuenta, me empezaron a combatir la lectura como a un vicio y yo decía cada cosa que había leído que aterrorizaba a las monjas.
Terminó el secundario en Rosario y llegó hasta segundo año en la Escuela de Letras, si bien allí “feliz estaba como pez en el agua“, a los 19 años abandonó todo para seguir a un “hombre fuerte” 20 años mayor. “Me casé sin dudar, no sabía que me iba a echar un enemigo encima”. La desdicha matrimonial se atemperó cuando nació su primera y única hija: Rita, aún desaparecida. Con ella, un antes y un después.
Como el cielo refulgente. Maestra hasta la médula, de aquellas que conservan a pesar del paso del tiempo una letra dibujada casi “góticamente”, un tonito de voz particular con marcada vocalización, el dedo índice admonitorio de cuando en cuando y todo el talento para atrapar oídos ajenos. Reconoce siempre: “En realidad, más que escritora soy una narradora oral, eso lo tengo incorporado por años de docencia, pasión que me llevó a fundar una escuela en el medio de Campo Las Lonjas, donde vivía con mi marido; le pedí un pedazo de tierra y armé con los chacareros del lugar (General Baldissera), con cinco pizarrones, aulas para todos los ‘boyeritos’, me traían de regalo pichones de lechuza. Se quedaban mudos cuando les leía cuentos y, vuelto a verlos (todos con cabezas blancas), con mucha emoción, me confesaron que aún hoy son fervientes lectores. !Eso me pone como el cielo refulgente!”.
Varios de sus libros son compilaciones de sus mismos relatos y los escribió inspirada en esos alumnos siempre con la cara sucia. Confiesa que ella va a las ferias de libros: “Al revés que la mayoría de la gente, yo voy a ver lo que no hay, y de allí me vengo con ideas y argumentos para nuevos libros. Es que no hay bibliografías que contemplen todas las currículas”. Así nacieron muchos de sus libros pensados para el trabajo áulico: La hora de la sabandija (1993), Encantos y espantos de la Trapalanda (con E. Durán, 1995), Las huacas del silencio (con E. Durán 1995), Fábulas cimarronas (1996), Los viejos cuentos de la Tía Maggie (1997), Los saberes del aula (con M. A. Gutiérrez), Ranquelito (manual para cuarto grado “recomendado” en el sur cordobés) Huellas de ranqueles, Educando en derechos humanos (1999), Rastros de comechingones y Se vienen los pampas (2006), entre otros.
En 1963 se radica definitivamente en Río Cuarto. “Recuerdo que fue el día que mataron a Kennedy, yo llegué con mi hija Rita. A míi me nombraron directora en Berrotarán, después pasé a Gigena y, por último, terminé mi carrera en Río Cuarto (en la Nicolás Avellaneda y Bartolomé Mitre). Fui muy feliz en todas las escuelas.
Entre espantos y encantos. Su pañuelo blanco, de madre de Plaza de Mayo, dice: “Rita y Gerardo”. Lo usó hasta deshilacharlo como a su voz de tanto !Ni olvido ni perdón, mil años de prisión! Nunca pensó que a ella le podía pasar “ese espanto” porque, explica: “Mi hija Rita era una chica criada en el campo, con todas las posibilidades de tener una vida holgada. Sin embargo, quiso estudiar para asistente social y me contaba que haciendo los prácticos en la villas fue tomando conciencia de la realidad del país... Después, recibida a los 19 años, se va a Córdoba con su pareja, Gerardo Espíndola, comienzan a militar y a tener amigos presos. Rita deseaba más que nada en el mundo tener una hija, hizo tratamientos de todo tipo para embarazarse sin resultados, hasta que al fin siguió los consejos de un médico, que le indica radicarse en un lugar tranquilo, se vienen a vivir a Río de los Sauces y ponen una farmacia; de allí los sacan una noche, un grupo de tareas de 20 personas en cinco coches. Rita era una feliz embarazada de seis meses”.
Como tantas otras madres, Susana Dillon, comienza el mismo derrotero enloquecido, ella lo denomina “calvario, un verdadero calvario”. “Recorrer el Tercer Cuerpo de Ejército, cárceles, comisarías, en Buenos Aires Casa de Gobierno, Marina, Hospital Militar. Nada, habían desaparecido”.
Su vida se quebró. Se quedó sin rutina. Nada servía de consuelo. Pateó todas las puertas. Gritó todos los gritos. “El 5 de marzo de 1978, eran las 12 de la noche –rememora–, me tocan el timbre y, apenas abro, un hombre y una mujer me dejan una beba adentro de una caja con una papel que decía: “Me llamo María Victoria, soy sana, tomo leche Nan”. Era la hija de Rita recién nacida, ¡muerta de hambre y con un pánico enorme! A mí me arrancan el teléfono, me atan y cubren los ojos con gasa, se van y me quedo con ella, un milagro”. Y con ella vinieron los encantos y todas las rebeliones juntas.
“Con mi nieta chiquitita, de la mano iba a las rondas de las madres los jueves y con ella seguí buscando a Rita por cielo y tierra, pero jamás supe nada”.
Mujer de palabras tomar. Había que restañar las heridas y compensar tanta ausencia: “Cuando mi nieta cumplió 5 años nos largamos a recorrer Latinoamérica, tomamos por la Panamericana, sin rumbo fijo y sin fecha de vuelta: Chile, Bolivia, Perú, Colombia, Guatemala, hasta las pirámides de Yucatán. Nos alojamos en las casas de nativos guaraníes del Brasil y cholas paceñas, recopilamos relatos de los arhuacos colombianos, revolvimos papeles en los conventos centenarios, consultamos los archivos de Germán Arciniegas y vimos bailar a García Márquez en el callejón de las ánimas en Cartagena. Conocimos a Miguel Ángel Asturias y Jorge Amado. Encontré tanto y estaba tan fascinada con las historias no contadas que empecé a realizar borradores de viaje con los relatos orales sobre heroínas anónimas y me decía a cada rato: !Basta de la historia oficial, alguien tiene que contar esto!
Y ese alguien fue ella misma: Mujeres que hicieron América apareció en 1990 y allí comenzó una larga saga dedicada “a esa ronda de dolor de las mujeres de toda América, en busca inclaudicable de la verdad y de la justicia, en permanente militancia por la vida.”
Un cuarto de siglo juntando papeles y años de viajes desenterrando historias arteramente relegadas hizo a Dillon parir después El oro de América (1992) faja de honor de la Sade. “Ligué como loca con ese libro, se armó un lío bárbaro, fue muy censurado y me trataban de subversiva, pero yo le metía pata condimentando todo con la gran pasión americana”.
Las cuitas de las heroínas que traspasaron los umbrales domésticos fueron amontonándose en los baúles llenos de palabras y secretos. De a poco, Susana Dillon iba abriendo esa caja de Pandora y otro libro salía: Brujas, locas y rebeldes, de Anacahona a las Madres de Plaza de Mayo apareció en 1994. Después, la epopeya femenina de Las locas del camino (2006) y por último Mujeres reveladas (2008), dónde están todas juntas: las dueñas de la tierra, las de la época de la conquista, las de la época de la colonia, las de la época revolucionaria... las guerreras, las locas, las amantes, las viajeras, las místicas, las piadosas, las arrepentidas, las hartas del mundo, las soldaderas, las esclavas, las cautivas, las montoneras, las tenebrosas, las mujeres del desierto, las chinas y las chusmas, las lloronas, las comadronas, las amantes de los próceres, las amas de casa ¿profesión? desocupadas. “Y todavía me faltan otras transgresoras... alguien se tiene que meter con la sexualidad de los héroes que se nos aparecen todos como si fueran castrados !Hay que desabrocharle la ropa a la historia!”.
Así como Flaubert llegó a confesar que su Madame Bovary era él, las Mujeres reveladas son ella.
Fuente: La Voz del Interior - 19-04-2009 *
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