Un
libro fue el disparador de la investigación judicial que se da después de 34
años del hecho. El libro en cuestión es Los
mendigos y el tirano, de Pablo Calvo quien refiere allí que
“Policías de Tucumán cazaron mendigos durante tres días, los encerraron en la
comisaría 11 y los metieron en un camión que los llevó hasta Catamarca, donde
los tiraron. Fue una historia mínima, pero emblemática de lo que fue la
brutalidad de la dictadura. El destierro de 25 vagabundos se produjo el 14 de
julio de 1977 y fue un crimen sin castigo. La novedad es que hoy comienza a ser
investigado. La Unidad de Coordinación y Seguimiento de las Causas por
Violaciones a los Derechos Humanos inició la tarea de mandar oficios a testigos
y medios de comunicación, con la idea de encarar una reconstrucción histórica
del caso, producido cuando Antonio Domingo Bussi era el mandamás de la
provincia.”
Se
basó Calvo en la tarea que llevó adelante
para mantener la vigencia del hecho el escritor tucumano Tomás Eloy
Martinez, quien a raíz de un artículo publicado en La Nación el 10 de enero del
2004, fue enjuiciado por Bussi que se
consideró ofendido por el tratamiento
que allí merece y reclamó 100 mil pesos en concepto de daño moral, así como
exigió que no lo llamaran más “tirano”. Además, desataca Calvo, por primera
vez, el todopoderoso gobernador de facto y jefe del Operativo Independencia
admitió que la expulsión de gente pobre fue “una aberración, aunque no un
delito”.
El
juicio le fue adverso a Bussi, y además…“Nunca pagó las costas” según el abogado Ricardo Monner Sans defensor de Tomás Eloy Martinez.
Cómo la calidad del relato del escritor
tucumano y el valor del documento que
dio pie al juicio lo merece, le invitamos a leer ese artículo publicado en ese
año 2004. No se lo pierda…
La expulsión de los mendigos
Sábado 10 de enero de 2004
HIGHLAND PARK, N. J.
Pocas, entre las incontables tiranías
que padeció América latina durante los últimos cien años, han dejado una estela
tan fértil de leyendas como la de Juan Vicente Gómez, que gobernó Venezuela
desde1908 hasta su muerte, en 1935. Las dictaduras estimulan el miedo, la
desconfianza, el silencio. Y, al clausurar todos los caminos por los que se
expresa la inteligencia, también desatan la imaginación.
Entre
esas leyendas hay una que oí repetir hasta el cansancio cuando viví en Caracas.
Poco antes de morir de vejez -como casi todos los tiranos-, Gómez habría
recibido la noticia de que el papa Pío XI viajaría para conocerlo. Cuando se le
dijo que la llegada del pontífice era inminente, reunió a todos los mendigos y
locos que vagaban por las ciudades, los encerró en un barco mercante y, luego
de dejarles comida y alcohol para una semana, lanzó el barco hacia alta mar,
donde se perdió para siempre.
Mucha
gente creía en esa historia y hasta a mí me pareció probable. Con el tiempo,
sin embargo, supe que Gómez era avaro, y que jamás hubiera dilapidado dinero en
seres humanos a los que, si se le daba la gana, podía sacrificar con tanta
desaprensión como a sus adversarios. La realidad termina siempre, de todos
modos, copiando la imaginación. Cuando Pablo VI llegó a Bogotá, el 22 de agosto
de 1968, no vio las bandadas de gamines huérfanos que formaban entonces (tanto
como ahora) parte del paisaje de la ciudad, ni tampoco mendigos y prostitutas.
No los vio, porque una orden imprecisa que, al parecer, provenía del alcalde,
acabó con todos ellos encerrados en una escuela pública por tres días, hasta
que el Papa se marchó.
Más
inverosímil es todavía lo que les sucedió el 14 de julio de 1977 a los mendigos
de mi ciudad natal, San Miguel de Tucumán. Hace mucho oí unos pocos detalles
del episodio pero no encontré a nadie que supiera contarlo, hasta que a fines
de 2003 el historiador Eduardo Rosenzvaig me hizo llegar precisiones tan
delirantes que estarían fuera de lugar en las novelas.
Sucedió
poco antes o poco después de una visita protocolar a Tucumán del presidente de
facto Jorge Rafael Videla. El gobernador militar de la provincia era Antonio
Domingo Bussi, un maniático de la limpieza y un feroz exterminador de
disidentes que en 1995 recuperaría la gobernación gracias a una campaña
electoral basada en su habilidad para barrer las calles. A fines de 2003 debía
asumir la intendencia de la capital provincial, ganada por diecisiete votos en
una puja contra el hijo de una de sus víctimas, pero la justicia no se lo
permitió, porque es sospechoso de la desaparición de personas y de ocultar una
cuenta en Suiza. Le dictaron prisión preventiva y lo confinaron -por su edad y
por salud- en la casa de una hija.
Fuese
o no para impresionar a Videla, el pequeño tirano Bussi impartió aquel invierno
de 1977 la orden de recoger a todos los mendigos de Tucumán en un camión
militar y arrojarlos en los descampados de Catamarca. A cualquiera que conozca
la desolación de esos parajes le asombrará la crueldad de la idea. En la región
limítrofe entre las dos provincias hay sólo unos pocos árboles espinosos y
enclenques. Los animales no se aventuran. Apenas oscurece, el aire se torna
duro y helado -sobre todo en julio-, y durante el día cae un sol de muerte del
que no hay cómo protegerse. Se puede andar veinte, treinta kilómetros por ese
páramo sin encontrar un alma.
Fue
allí, en medio del desierto, donde los esbirros de Bussi desembarcaron a los
mendigos. Eran quince o veinte, ya nadie lo sabe. Conocí a algunos de ellos
durante la adolescencia, y pasé horas hablando con dos, al menos -el Loco Vera
y Pachequito-, porque uno sabía canciones de las que ya nadie se acordaba, y el
otro decía haber asistido al Juicio Universal, como el místico sueco Emanuel
Swedenborg. Allí había aprendido quiénes eran los buenos y los malos de este
mundo.
Todos
eran inofensivos y, aunque vivían de la mendicidad, pagaban lo poco que
recibían con una moneda más valiosa que la de los bancos. El Loco Vera acompañaba
sus canciones con una escoba que hacía las veces de guitarra. Jeff usaba un
antifaz de papel de diario, detrás del cual se ocultaba la Poesía -tal era su
explicación-, mientras escribía en las paredes poemas de los que uno, al menos,
ha sobrevivido: "¿Qué se gasta más, las ruedas de los autos o el
pavimento?". El Loco Aplauso celebraba las dádivas batiendo palmas
alrededor de la plaza principal. El Loco Margarito llamaba
"ingeniero" a todos los que pasaban, iluminando las tardes de los
pobres empleaditos que habían querido ser doctores, o arquitectos. El Loco
Perón arrojaba baldosas al aire y las recibía con la cabeza, partiéndolas, al
grito de "¡Perón, Perón!". Pachequito se paseaba por los bares
arrastrando una pierna infectada, que se negaba a curar porque allí vivían,
según él, los ángeles que podían confirmar su asistencia al Juicio Universal.
A
casi todos ellos se los tragó el infierno del desierto. Uno de los seis o siete
que sobrevivieron contó que Pachequito enloqueció de sed y murió al internarse
en el Salar de Pipanaco, veinte kilómetros al sur de donde lo habían
abandonado, confundiendo la blancura candente de la sal con las aguas del
paraíso terrestre. Otros aparecieron un día cerca de Los Varela, en una ruta de
camiones, tan desarrapados y agonizantes que, cuando los llevaron a un
hospital, nadie pensó que tuvieran aliento para contar lo que les había pasado.
Una
versión más compasiva supone que el gobernador militar de Catamarca, indignado
por la basura que el tiranuelo de Tucumán había vertido en su territorio, le
envió una protesta oficial, a la que Bussi correspondió ordenando que los
mendigos fueran llevados de vuelta por el mismo camión donde habían empezado
sus martirios.
Rosenzvaig
me dijo que en un libro fotográfico titulado Tucumán-Argentina. Cuna de la
Independencia. Sepulcro de la subversión 1975-1977 , publicado poco después
de la expulsión de los mendigos, hay un capítulo identificando a los locos con
los guerrilleros e indicando que, como en la Edad Media, ni a los unos ni a los
otros debía concedérseles la gracia de enterrarlos en lugares santos. Poco
antes, un grupo de madres desesperadas había comenzado a dar vueltas, los
jueves, en torno de la pirámide de Mayo, llevando carteles que preguntaban por
sus hijos desaparecidos. La propaganda oficial, se sabe, las llamó
"locas".
Más
atinado es ver en esos gestos de los dictadores una insensata envidia del poder
de Dios. Juan Vicente Gómez puso esa situación muy en claro cuando escribió, en
1911, "De mí cuida Dios. Yo cuido de la patria y de Dios". Bussi
debió de sentir algo semejante en sus exterminios de 1977. Más modesto,
Pachequito, que había tenido el privilegio de asistir al Juicio Universal,
guardó absoluto silencio cuando se internó en el Salar de Pipanaco para beber
las aguas del paraíso.
Por Tomás Eloy Martínez
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