El hombre que restableció la política
Néstor Kirchner restableció una democracia digna. La política volvió a
ser el espacio para un amplio debate de cuestiones profundas de la Argentina,
lo que posibilitó afrontar temas clave.
La muerte de Néstor Kirchner es una pérdida lamentable, porque el ex
presidente había puesto de manifiesto profunda pasión para sostener y
desarrollar la vida en democracia. Llegó al Gobierno nacional en medio de una
grave crisis estructural, que no sólo era económica sino también moral, social
e institucional, y logró transformar la vida en democracia a partir de un
liderazgo claro y coherente.
Su legado más importante es que la Argentina es hoy un país distinto,
que recuperó la democracia y el protagonismo de la política. También nos
sumergió en la cuestión social como uno de los temas centrales, que tiene que
ver con la distribución de los bienes materiales y de la riqueza. Y recuperó el
protagonismo de la política, que en esta ocasión no estuvo vinculada con la
corrupción.
La política volvió a ser el espacio para un amplio debate de cuestiones
profundas de la Argentina. Ello nos posibilitó afrontar temas clave, como
el rol del Estado, las diversas expresiones socioculturales, el matrimonio
civil igualitario, el rol de los medios de comunicación y la inserción de la
Argentina en el mundo, entre otros.
América del Sur está de duelo, todos los presidentes de esta parte del
continente están de duelo, a partir del hecho de que la Argentina había
recuperado su rol y su rostro, con destino latinoamericano. Construyó las
condiciones para instalar a la Argentina en la región y en América latina y,
sobre todo, nos habilitó para que, dentro del espíritu de la disputa
democrática, pudiéramos sentir que era posible salir a debatir con pasión.
Mucha gente construyó una imagen de un personaje casi monstruoso,
violento, crispado y yo qué sé cuántas cosas más, cuando en realidad era un
hombre fiel a sus ideales políticos y con una gran capacidad de escucha. Era
una persona que podía escuchar con muchísima atención y construir a partir del
intercambio de ideas, estuviera o no de acuerdo.
No creo que sea el momento para evaluar qué hizo bien o qué hizo mal,
por dónde debería hacer ido, por dónde debería haber conducido su Gobierno. Es
un momento en extremo doloroso.
Sí hay que insistir en que Néstor Kirchner restableció una
democracia digna.
Fuente La Voz del Interior. 28.10.10
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La vida a cara o ceca
A las diez de la mañana, la ciudad estaba desierta por el censo. En ese
vacío cayó la noticia. Cuatro personas, en un vagón de subterráneo escuchamos
que alguien dijo: "Murió Kirchner". A partir de ese instante, la
ciudad en silencio se convirtió, retrospectivamente, en un ominoso paisaje de
vaticinio. Cuando bajé saludé a quienes habían escuchado conmigo la noticia,
quise preguntarles sus nombres porque, como fuera, había vivido con ellos un
momento de los que no se olvidan nunca más. En el quiosco de San José y
Rivadavia pregunté si era cierto, con la esperanza alocada de que me dijeran
que alguien acababa de inventarlo. Fue poderoso, ahora estaba muerto.
Pensé en quienes lo amaban. Su familia, por supuesto, pero ese círculo
privado es, como toda familia, inaccesible y sólo se mide con las propias
experiencias de dolor, que habilitan una solidaridad sin condiciones. Puedo
imaginar, en cambio, la muerte del compañero de toda una vida, que la política
marcó con una intensidad sin pausa: la Presidenta conoce hoy la fractura más
temida.
Con la intensidad de la evocación marcada por una proximidad que
comprendo más, pensé en quienes lo admiraron y creyeron que fue el presidente
que llegó para darle a la política su sentido. Recordé a Kirchner en el Chaco,
en marzo de este año, y un día después en el acto de Ferro, con la cancha
repleta, donde se mezclaban los contingentes de los barrios bonaerenses, las
familias completas, las barritas con los bombos, los viejos y los niños, con
las clases medias que llegaban sueltas o débilmente organizadas. Lo recordé
abrazándose a los chicos de un barrio pobre del Gran Buenos Aires, donde
aterrizó su helicóptero, bajó corriendo y empezó a caminar como si llegara
tarde a una cita. Se movía por las calles de tierra y cascotes como quien
siente que la vida verdadera está en esos contactos físicos, abrazos rápidos
pero vigorosos, tironeos, gritos; los chicos lo seguían como una nube, jugando;
era fácil tocarlo, como si no existiera una custodia que, sin embargo, trataba
de rodearlo mientras todo el mundo se sacaba fotos.
A fines del siglo XX nada anunciaba que la disputa por ocupar el lugar
del progresismo iba a interesar nuevamente salvo a los intelectuales o a los
pequeños partidos de izquierda. Kirchner introdujo una novedad que le daba
también su nuevo rostro: se proclamó heredero de los ideales de los años
setenta (al principio agregó "no de sus errores"). En 2003, llegó al
gobierno marcado por una debilidad electoral que Menem, dañino y enconado,
acentuó al retirarse del ballottage y no permitirle una victoria con mayoría en
segunda vuelta. La crisis de 2001, pese al intervalo reparador de Duhalde, no
estaba tan lejos en la memoria, mucho menos de la de Kirchner, que encaraba su
gobierno con poco más que el veinte por ciento de los votos. Su gesto
inaugural, el mismo día de la asunción, fue hundirse en la masa que lo recibía,
como si ese contacto físico provocara una transferencia. Kirchner ocupaba por
primera vez un lugar en la Plaza de Mayo y terminaba, junto a su familia,
mirándola desde el balcón histórico; en la frente, una pequeña herida,
producida en la marea de fotógrafos.
La escena es un bautismo. Kirchner comenzó su presidencia con un golpe
en la frente porque se lanzó a la multitud que estaba en las calles, entre el
Congreso y la Plaza de Mayo; se lanzó como quien corre hacia el mar el primer
día del verano, con impaciencia y sensualidad, gozando ese cuerpo a cuerpo que
es el momento amoroso de la política.
Pensé entonces en las escenas que, pese a ser una opositora, me había
tocado vivir. En las escenas de masas, donde no hay sólo acciones que se
aprueban o se critican, se percibe un más allá de la política que la convierte
en experiencia y en alimento sensible. Kirchner, un duro, gozaba con esa
afectividad intensa que a sus ojos seguramente refrendaba el pacto peronista
con el pueblo. Pero no pensé sólo en esos cientos de jornadas en que Kirchner
había pisado la tierra o los lodazales de los barrios marginados, donde era
recibido con una alegría que superaba la gestión de los caudillos locales,
porque alguien, un presidente, llegaba a ese confín donde vivían ellos, unos
miserables.
Pensé también en los que formaron el lado intelectual del conglomerado
que armó Kirchner. Con ellos he discutido mucho en estos años. Sin embargo, me
resulta sencillo ponerme en su lugar. Muchos vienen de una larga militancia en
el peronismo de izquierda; vivieron la humillación del menemismo, que fue para
ellos una derrota y una gigantesca anomalía, una enfermedad del movimiento
popular. Cuando los mayores de este contingente representativo ya pensaban que
en sus vidas no habría un renacimiento de la política, Kirchner les abrió el
escenario donde creyeron encontrar, nuevamente, los viejos ideales. Pensé que se
engañaban, pero eso no borronea la imaginación de su dolor.
El furor de Kirchner en el ejercicio del gobierno transmitía la
eléctrica tensión de la militancia setentista; para muchos, era posible volver
a creer en grandes transformaciones, que no se enredaran en el trámite
irritante y lento del paso a paso institucional. Y creyeron. Entiendo
perfectamente esas esperanzas, aunque no haya coincidido con ellas. Conozco a
esa gente, que se identifica en Carta Abierta, pero la desborda. Pensé en ellos
porque cuando un líder político ha triunfado con el estilo de la victoria
kirchnerista, su muerte abre un capítulo donde los más mezquinos y arrogantes
saldrán a cobrar deudas de las que no son titulares, pero otros padecen el
dolor de una ausencia que comienza hoy y no se sabe cuándo va a aflojar sus
efectos. La muerte no consagra a nadie ni lo mejora, pero permite ver a quién
le resulta más dura. Los que soportamos muchas muertes políticas sabemos que
sus consecuencias pueden ser de larga duración.
Imposible pasar por alto la desazón de quienes se entusiasmaron con
Kirchner. Sería no comprender la naturaleza del vínculo político. En las
manifestaciones de 1973 marchaban viejitos con fotos de Eva que, amarillas y
cuarteadas, probaban su origen de casas populares construidas en 1950. No
sabemos si habrá fotos así de Kirchner en movilizaciones futuras. Pero su
impacto en la sensibilidad política quizá se prolongue. Esto no excluye los
balances de su gobierno sino que, precisamente, los volverá indispensables.
Kirchner será un capítulo del debate ideológico e histórico. Una forma de la
posteridad, tan duradera como la dimensión afectiva de esa gente de los barrios
más pobres y de quienes lo apoyaron con su actividad intelectual. Maestra
implacable, la muerte nos hará trabajar durante años.
La muerte de Kirchner fue súbita y filosa. Hay una frase popular: murió
con los zapatos puestos, no había nacido para viejo. Hay otra, pronunciada en
un pasado lejano donde todavía se decían frases sublimes: "¡Qué bella
muerte!". Bella, aunque injusta y trágica, es la muerte de un hombre que
cae en la plenitud de la forma, un hombre a quien no maceró la vejez ni tuvo
tiempo de convertirse en patriarca porque murió como guerrero. Sin haberlo
conocido, me atrevo a pensar que Kirchner se identificó siempre con el guerrero
y nunca con el patriarca.
La medicina explica con todas sus sabias precisiones que Kirchner debió
"cuidarse", que su cuerpo ya no podía soportar los esfuerzos de una
batalla concentrada y múltiple. Pero una decisión, que no llamaría sólo
psicológica sino también un ejercicio de la libertad, fue que Kirchner eligió
no administrarse ni tratar su cuerpo como si fuera un capital cuya renta había
que invertir con cuidado. Gastaba. Vivió como un iracundo. Ese era justamente
el estilo que se le ha criticado. Tenía un temperamento, y los temperamentos no
cambian.
Concebía la política como concentración potencialmente ilimitada de
poder y de recursos y no estuvo dispuesto a modificar las prácticas que lo
constituían como dirigente. Kirchner no podía ser cuidadoso en ningún aspecto.
No se aplacaba. Gobernó sin contemplaciones para los que consideró sus
opositores, sus enemigos, sus contradictores. Tampoco se ocupó de contemplar su
debilidad física cuando se lo advirtieron. Como político no conoció el
intervalo de la tregua; sin tregua manejó el conflicto con el campo y con los
medios; la tregua es el momento en que se negocia y Kirchner no negociaba, no
administraba sus objetivos, los imponía o era derrotado. No delegaba funciones.
Fue, paradójicamente, un calculador que confiaba en sus impulsos, un vitalista
y un voluntarista que se pasaba horas haciendo cuentas.
En su primer discurso, cuando juró frente al Congreso, dijo: "Atrás
quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los
mesiánicos. La Argentina contemporánea se deberá reconocer y refundar en la
integración de equipos y grupos orgánicos, con capacidad para la convocatoria
transversal, el respeto por la diversidad y el cumplimiento de objetivos
comunes". Sin embargo, esas palabras, que no hay elementos para juzgar
insinceras en ese entonces, no le dieron forma a su gobierno.
Kirchner definió un estilo que, como sucede con el liderazgo
carismático, es muy difícil de transmitir a otros. El líder piensa que es él el
único que puede bancar los actos necesarios: él garantiza el reparto de los
bienes sociales, él garantiza la asistencia a los sumergidos, él sostiene el
mercado de trabajo y forcejea con los precios, él enfrenta a las corporaciones,
él evita, en solitario, las conspiraciones y los torbellinos. El liderazgo es
personalista.
La Argentina tiene, como tuvo Kirchner, una oscilación clásica entre la
reivindicación del pluralismo y la concentración del poder. Como presidente,
Kirchner eligió no simplemente el liderazgo fuerte (quizás indispensable en
2003) sino la concentración de las decisiones, de las grandes líneas y los más
pequeños detalles: tener el gobierno en un puño. Consideró el poder como
sustancia indivisible. Con una excepción que marca con honor el comienzo de su
gobierno: la renovación de la Corte Suprema, un acto de gran alcance cuyas
consecuencias van más allá de la muerte de quien tuvo el valor de decidirlo.
El poder indivisible es fuerte y débil: su fortaleza está en el
presente, mientras se lo ejercite; su debilidad está en el futuro, cuando las
circunstancias cambian. Así como Kirchner no administraba con cautela su
resistencia física, tampoco fue cauteloso en el ejercicio de su poder. Frente a
la desaparición de quien concebía el poder como indivisible, se aprestan las
fuerzas y los individuos que quieren creer que ese poder pasa intacto a otra
parte, lo cual sería una equivocación, o los que creen que se acerca un nuevo
reparto.
Kirchner murió cuando en el horizonte cercano se insinuaba la posibilidad
de un reparto de ese poder indivisible. Las elecciones de 2009 cambiaron las
representaciones partidarias en el Congreso. Esa fue una experiencia nueva
dentro de los años kirchneristas. Entre la negociación y el veto, entre retirar
un proyecto propio y adoptar el de un aliado, se había empezado a recorrer un
camino que mostraba cierto cambio de paisaje, obligado por la relación de
fuerzas. El poder del Ejecutivo tenía una contraparte que no había pesado hasta
2009 y, en 2010, vendrán las elecciones nacionales. El poder indivisible
necesitaba victorias, primero dentro del propio movimiento justicialista,
batalla que Kirchner ya estaba calibrando.
Kirchner no era sólo un voluntarista sino también un inspirado. Salvo un
apresurado que supiera poco, nadie en esa próxima competencia podía estar
seguro de que podía desplazarlo. Su inteligencia y su iniciativa causaron
siempre la admiración de sus amigos y la expectativa de sus opositores. Estas
últimas semanas de su vida estuvieron bajo el signo de las exploraciones, las
encuestas y los pálpitos electorales. Como cualquier político que había tocado
el éxito y la popularidad en muchos momentos, Kirchner no quería alejarse de la
cabina de mando. Creía que él era la única garantía, incluso la única garantía de
su propio futuro. Surgido del peronismo, Kirchner no se sentía seguro con las
declaraciones de lealtad y desconfiaba de las disidencias que, a sus ojos,
encubren traiciones.
Todos, amigos y enemigos, estaban seguros de que algo debía suceder en
los próximos tiempos. Sucedió esta muerte que, como toda muerte inesperada y
temprana, cortó el curso de las cosas, pero un destino propicio hizo que
Kirchner muriera sin conocer una derrota decisiva. Kirchner, muchos lo
aseguraban, vivía en el límite de las apuestas a cara y ceca, perder todo
estuvo siempre inscripto dentro de las posibilidades. Fue un político de alto
riesgo, no un jefe cuya cualidad principal fuera la prudencia. Fue también un
político afortunado. Y murió antes de que su imprudencia venciera a la fortuna.
Junto con la renovación de la Corte Suprema hay otro acto de reparación
histórica que nadie podrá negarle: después de la derogación de las leyes de
impunidad, Kirchner apoyó con su peso personal e institucional la apertura de
los juicios a los terroristas de Estado. Hizo su escudo protector con los
organismos de derechos humanos hasta convertirlos en articulaciones simbólicas
y reales de su gobierno. Como sucedió siempre con Kirchner, el apoyo a que las
causas obtuvieran sentencia se entreveró con la política que inscribió a las
Madres y Abuelas en la trinchera cotidiana. Kirchner, hasta hoy, ofrece esos
balances complicados. Igual que su afirmación latinoamericanista: reivindicó la
idea de una nación independiente y soberana, pero dirigió o permitió peleas tan
declarativas como inútiles; como secretario de la Unasur, tomó una
responsabilidad que cumplió contra muchas predicciones.
Fin de un acto que lleva su marca. Fue la obsesión amada o temida,
desconfiada o combatida de muchos. Pocos políticos tienen la fortuna de marcar
la historia de este modo. En la turbulencia que produce la muerte, antes de la
claridad que llega con el duelo, no es posible saber si el kirchnerismo será un
capítulo cerrado. La muerte convoca a los herederos, los legítimos y los que
piensan que, en realidad, no son herederos sino titulares de un poder perdido o
entregado de mala gana. También falta definir del todo cuál es la herencia y si
es posible que pase a otras manos. La memoria de Kirchner puede convertirse en
política o en historia. Lo segundo ya lo tiene asegurado con justicia.
Fuente: LA NACION 28.10.10
donde vive forster cuando dice que la politica en esta etapa no estuvo tocada por la corrupción, si realmente comenzo con la mayor corrupción de los ultimos años, o la valija de Wilson,las extorsiones a los gobernadroes, las obras públicas, los casos skanka, la afip, la onnca, los subsidios, Jaime, dond e ocurrieron en BOLIVIA? vamos digamos las cosas buenas pero no tapemos los desasres que se produjeron, las antinomias que se crearon, o no fue gobernador con Mene y luego lo defenestro cuando juntos permittieron que a travbes de las regalias petroleras, santa cruz crfeciera y pudiera llevar el dinero fuera dle país
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