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15 ene 2012

Accidente fatal de tránsito en ruta 11: video y reflexiones de Caparrós

Ver video al pie de la nota
El comienzo de año marcó la continuidad  de una estadística plagada de dolor, la de los accidentes de tránsito. Cuando el 1º de enero sucedió la muerte de Carlos Díaz de 29 años en la ruta 11, las circunstancias que precedieron al mismo hicieron de este un caso especial, dado que quedó constancia en un video de la alocada marcha de un vehículo que hacía presumir lo que vendría. Daniel Latarzza  quien realizó la filmación dijo que “hizo lo imposible” por detener al conductor ebrio, de la camioneta Chevrolet S10, Juan Carlos Choque Tito, de nacionalidad boliviana, quien al comando de  este vehículo transitaba haciendo maniobras en zigzag . No quedan dudas su abogado José Equiza, aseguró que su defendido “estaba totalmente alcoholizado” y que “no entendía la criminalidad de sus actos”; y atribuyó lo sucedido a la “falta de mecanismos de control”.
Lo que acentúa la gravedad de este caso es que las autoridades encargadas del control de la ruta  de  gran flujo en plena temporada estival, no respondieron a las llamadas de advertencia de lo que estaba registrando Latarzza, ni se logró frenar la marcha del irresponsable conductor advirtiéndole a un móvil policial.
El caso está documentado, es increíble verlo y es interesante también leer el comentario y las reflexiones que al respecto publicara en El País de España, Martín Caparrós, en su artículo El fracaso de todos. Conviene saber de qué se trata por que evidencia lo que pasa en las rutas argentinas y las consecuencia fatales de circular con tanta inseguridad.

CIUDADANOS AUTOCONVOCADOS DE RIO CUARTO

El fracaso de todos
Por: Martín Caparrós | 13 de enero de 2012

 El video era muy impresionante –y un efecto más de estos tiempos botones, donde casi nada sucede sin que alguien lo registre. Con su celular, un señor –que después resultó ser teniente de la policía provincial– filmó desde su coche durante más de media hora los zigzagueos de una camioneta que lo precedía por la ruta nacional 11, una de las dos que van a los balnearios más poblados del verano, una de las más transitadas estos días.
El teniente se aterraba por el final previsible del paseo y llamaba a la policía: les gritaba, les pedía que intervinieran, que el conductor estaba en pedo, que mandaran un móvil, que hicieran algo para impedir ese final. La escena fue muy larga y terminó como debía: por esquivar a la camioneta alicorada, un coche se estrelló contra otro y murió un hombre.

Ayer la ví, la volví a mirar y la colgué en mi tuiter con una frase corta: “La demostración de que el Estado argentino fracasó”. Me saltaron, faltaba más, a la yugular como si el chofer borracho hubiera sido yo.
Y, sin embargo, me pareció tan claro: un Estado que recauda millones y millones so pretexto de ofrecer a cambio salud, educación, orden, seguridad, no es capaz de detener a un energúmeno lanzado a cien por hora por una ruta nacional. Da igual que le correspondiera a tal repartición o a tal otra, a tal jurisdicción o tal otra: hablo del Estado argentino en general. La única justificación presentable del Estado consiste en proteger a sus ciudadanos ante ciertos peligros –la enfermedad, la miseria, la ignorancia, la violencia–; si un tipo puede subirse a un arma mortal de venta libre y usarla durante una hora –hasta que consigue matar a alguien– sin que nadie conteste los pedidos repetidos, sin que nadie intervenga, es que ese Estado no sirve ni siquiera para lo más primario.

Pero es curioso que lo que esperamos, en este caso, del Estado -lo que el Estado tendría que haber provisto y falló miserablemente- es protección contra nosotros mismos. Digo: entre tantas cosas que podemos achacarle al Estado –y aliviarnos porque la culpa sería de otro–, ésta es la que más colaboración recibe de nuestras partes. Lo decía, con cierto énfasis, en mi libro Argentinismos: “¿Saben por qué se matan, argentinos? Porque son una manga de pelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes, los invulnerables. Porque se creen que, igual que este país maravilloso, están condenados al éxito y que, por más boludeces que hagan, van a terminar bien. Porque son incapaces de pensar –entre otras cosas– las consecuencias de sus actos. Así que se lanzan a la muerte con el placer de los idiotas. Háganlo, diviértanse. A nadie se puede privar del derecho de agarrar su cochecito recién lavado, levemente tuneado, abonado en incómodas cuotas o contado rabioso, preparado para producir muecas de envidia en el vecino y jadeos de deseo en las ninfetas, y reventarlo contra un poste a 200 por hora: hacerse moco a 200 por hora, un destino bien macho y argentino. Pero traten de matarse solos. Si lo lograran, saludos y buen viaje. El problema es que, en general, se las arreglan para enganchar a algún incauto y, entonces, pasan de suicidas a asesinos. ¿Y saben por qué matan, argentinos? Porque son una manga de pelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes, y al resto que lo parta un rayo. Porque se creen que, igual que este país maravilloso, están condenados al éxito y que, por más boludeces que hagan, van a terminar bien. Porque son incapaces de pensar las consecuencias de sus actos –argentinos”.

Hace unos días se volvieron a dar las cifras de muertos anuales en “accidentes” de tránsito y fueron aterradoras y fueron como siempre. Fueron 7.517 muertos a lo largo del año pasado, 626 por mes, 21 por día. Igual que hace quince años, igual que hace cinco años: seguimos ganando. Pero las cifras son sólo la confirmación de lo que se ve todos los días: cuando voy por una ruta y el idiota de turno me pega el coche atrás y me torea porque considera que ir, como suelo ir, a la velocidad permitida es una pérdida de tiempo y una estupidez y una muestra de mi innegable cobardía, o cuando un energúmeno autopistero me pasa como una exhalación por la derecha a 170 para mostrar que a él nadie le gana, o cuando un mamerto semivirgen entra en una bocacalle por la izquierda a 60 sin mirar a los lados porque es macho o  idiota ni recordar ni por asomo aquello de que la prioridad la tiene el otro, me dan ganas incontenibles de matarlos. Me vuelvo, por un momento breve y casi placentero, un varón argentino.

De eso se trata. Lo que hace a esas muertes particularmente ofensivas es que son –casi todas– nuestra culpa, nuestra grandísima culpa. Cambiar el gobierno de un país depende de muchos factores; cambiar la economía de un país depende de más; cambiar la forma en que manejamos sólo depende de cada uno de nosotros. Y no lo hacemos: no sabemos hacerlo, no queremos. Por eso las muertes en tránsito son un caso testigo, uno de los pocos en que se puede cambiar mucho si cada uno cambia, uno de ésos donde no vale echarle la culpa al poder, a los políticos, a los corruptos, a la vecina del 3ºC. Si no bajamos la cifra de muertos cada año no servimos para nada -nos merecemos todo lo que nos pase.

Es cierto: ayer, cuando tuitié que esas imágenes mostraban el fracaso del Estado argentino, debería haber dicho que gritaban, además, el fracaso de nuestra sociedad: de todos nosotros, uno por uno, tan vivos como muertos.

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