Le apartan del fútbol sus piernas, pero siempre brilló por el sexto sentido con que sorprendía al rival en la cancha
Por Inma Lidón
Control, regate, caño, un pelotero elegante en idilio permanente con el balón. Tímido, reflexivo y huidizo con los focos. Pablo Aimar ha sido un futbolista distinto, un tipo distinto. Le apartan del fútbol sus piernas, pero siempre brilló por el sexto sentido con que sorprendía al rival en la cancha. Nadie espera que el más bajito del equipo rematara a balón parado, que fuera capaz de revolverse en un palmo para quebrar cinturas o escaparse dando zancadas con el balón pegado al pie sin que nadie le diera alcance.
Aimar llegó a Europa en enero de 2001 por 24 millones de euros, la cifra más alta que pagaban los valencianistas. River Plate lo traspasó pese a que allí formaba pareja letal con Saviola, que acabó en el FC Barcelona poco después. Aquel Valencia de Héctor Cúper iba enfilado hacia su segunda final de la Liga de Campeones con un bloque en el que encajó el argentino. Jugó 10 partidos y marcó dos goles. Nacido en Rio Cuarto, cordobés como Mario Alberto Kempes y Claudio Piojo López, caló hasta los pilares de la grada de Mestalla. Sin quererlo, con su cara de niño, tímido y huidizo, cada partido escuchaba un cántico: "Vamos Pablito Aimar, que la gloria volverá, como Kempes y el Piojo, otro pibe inmortal".
No era extraño que acabara en la peana al poco de aterrizar en Mestalla. Brillaba en un equipo ordenado, voluntarioso y resolutivo, pero huérfano de grandes talentos. Él era diferente y venía con las mejores recomendaciones. Con Messi en pañales, Maradona lo consideraba el jugador argentino que más le gustaba y Francescoli lo había nombrado su sucesor con la camiseta de la barra de sangre.
Lo que significaba salir del Monumental, del calor del hogar, lo notó en la final de Champions ante el Bayern de Munich en Milán. Llamado a empujar aquel Valencia, Cúper lo condenó en el descanso para colocar a Albelda. Amarró un partido que voló en el último penalti. Pero Pablo estaba preparado para eso. Bajo su 1,70 y su apariencia frágil ya con 22 años se escondía una fuerte personalidad. Los pies en el suelo, la cabeza sólo en el fútbol.
Con Benítez en el banquillo, brilló, pero no le fue fácil. Le costó convencer al técnico madrileño de que tenía un hueco en el Valencia que esta reconstruyendo. Partidos en el banquillo, charlas en los entrenamientos, esfuerzo pleno... y lo encontró. Resultó un elemento importante en el Valencia que ganó la Liga 2001/2002 . Entre la afición había quien esperaba más del jugador pero eso nunca supuso presión para él. "Esa la tienen los padres que deben mantener a sus familias", decía entonces. El pibe siempre ha tenido claro que el fútbol es una burbuja que nada tiene que ver con la sociedad. Siempre se supo un privilegiado y valoraba mucho esa condición.
Las lesiones empezaron a aparecer para convertirse en su cruz. Encadenó una tras otra. Se rompió hasta en un calentamiento en la banda justo cuando iba a ingresar al campo. Eso sí holló su moral. Se enganchó a la segunda Liga y volvió a dejar destellos de su clase en el camino hacia la victoria en la Copa de la UEFA de 2004. Pero poco a poco se fue descolgando. Era ya un complemento de lujo, no un titular indiscutible.
La llegada al banquillo de Claudio Ranieri acabó por convencerle de que sus días en el Valencia estaban a punto de acabar. Sobrevivió a la nefasta temporada del italiano, pero perdió la sonrisa. Ni Quique Sánchez Flores, convencido aimarista, la pudo recuperar y en 2006 partió hacia Zaragoza.
El jugador que alumbró Mestalla con bellas jugadas, asistencias y goles hasta de cabeza, salía casi por la puerta de atrás. Sin hacer ruido.
Aimar recuperó la felicidad en el Benfica, donde en plena madurez demostró que seguía atesorando las cualidades que asombraron en el Mundial sub 20 de Malasia en 1997. Regresó a River, pero los dolores crónicos en el tobillo le han hecho decir adiós: "Intenté todo para poder estar físicamente a la altura de ustedes. No me dio, ayer me comunicaron que no voy a estar en la lista de la copa, y lo entiendo, no quiero ocupar un lugar que seguramente es para otros muchachos. Por eso decidí dejar de jugar profesionalmente". Aimar se despedía así de sus compañeros del fútbol profesional, pero no de la pelota. Sincero y generoso.
Fuente: El Mundo. España 15.07.15
Por Inma Lidón
Control, regate, caño, un pelotero elegante en idilio permanente con el balón. Tímido, reflexivo y huidizo con los focos. Pablo Aimar ha sido un futbolista distinto, un tipo distinto. Le apartan del fútbol sus piernas, pero siempre brilló por el sexto sentido con que sorprendía al rival en la cancha. Nadie espera que el más bajito del equipo rematara a balón parado, que fuera capaz de revolverse en un palmo para quebrar cinturas o escaparse dando zancadas con el balón pegado al pie sin que nadie le diera alcance.
Aimar llegó a Europa en enero de 2001 por 24 millones de euros, la cifra más alta que pagaban los valencianistas. River Plate lo traspasó pese a que allí formaba pareja letal con Saviola, que acabó en el FC Barcelona poco después. Aquel Valencia de Héctor Cúper iba enfilado hacia su segunda final de la Liga de Campeones con un bloque en el que encajó el argentino. Jugó 10 partidos y marcó dos goles. Nacido en Rio Cuarto, cordobés como Mario Alberto Kempes y Claudio Piojo López, caló hasta los pilares de la grada de Mestalla. Sin quererlo, con su cara de niño, tímido y huidizo, cada partido escuchaba un cántico: "Vamos Pablito Aimar, que la gloria volverá, como Kempes y el Piojo, otro pibe inmortal".
No era extraño que acabara en la peana al poco de aterrizar en Mestalla. Brillaba en un equipo ordenado, voluntarioso y resolutivo, pero huérfano de grandes talentos. Él era diferente y venía con las mejores recomendaciones. Con Messi en pañales, Maradona lo consideraba el jugador argentino que más le gustaba y Francescoli lo había nombrado su sucesor con la camiseta de la barra de sangre.
Lo que significaba salir del Monumental, del calor del hogar, lo notó en la final de Champions ante el Bayern de Munich en Milán. Llamado a empujar aquel Valencia, Cúper lo condenó en el descanso para colocar a Albelda. Amarró un partido que voló en el último penalti. Pero Pablo estaba preparado para eso. Bajo su 1,70 y su apariencia frágil ya con 22 años se escondía una fuerte personalidad. Los pies en el suelo, la cabeza sólo en el fútbol.
Con Benítez en el banquillo, brilló, pero no le fue fácil. Le costó convencer al técnico madrileño de que tenía un hueco en el Valencia que esta reconstruyendo. Partidos en el banquillo, charlas en los entrenamientos, esfuerzo pleno... y lo encontró. Resultó un elemento importante en el Valencia que ganó la Liga 2001/2002 . Entre la afición había quien esperaba más del jugador pero eso nunca supuso presión para él. "Esa la tienen los padres que deben mantener a sus familias", decía entonces. El pibe siempre ha tenido claro que el fútbol es una burbuja que nada tiene que ver con la sociedad. Siempre se supo un privilegiado y valoraba mucho esa condición.
Las lesiones empezaron a aparecer para convertirse en su cruz. Encadenó una tras otra. Se rompió hasta en un calentamiento en la banda justo cuando iba a ingresar al campo. Eso sí holló su moral. Se enganchó a la segunda Liga y volvió a dejar destellos de su clase en el camino hacia la victoria en la Copa de la UEFA de 2004. Pero poco a poco se fue descolgando. Era ya un complemento de lujo, no un titular indiscutible.
La llegada al banquillo de Claudio Ranieri acabó por convencerle de que sus días en el Valencia estaban a punto de acabar. Sobrevivió a la nefasta temporada del italiano, pero perdió la sonrisa. Ni Quique Sánchez Flores, convencido aimarista, la pudo recuperar y en 2006 partió hacia Zaragoza.
El jugador que alumbró Mestalla con bellas jugadas, asistencias y goles hasta de cabeza, salía casi por la puerta de atrás. Sin hacer ruido.
Aimar recuperó la felicidad en el Benfica, donde en plena madurez demostró que seguía atesorando las cualidades que asombraron en el Mundial sub 20 de Malasia en 1997. Regresó a River, pero los dolores crónicos en el tobillo le han hecho decir adiós: "Intenté todo para poder estar físicamente a la altura de ustedes. No me dio, ayer me comunicaron que no voy a estar en la lista de la copa, y lo entiendo, no quiero ocupar un lugar que seguramente es para otros muchachos. Por eso decidí dejar de jugar profesionalmente". Aimar se despedía así de sus compañeros del fútbol profesional, pero no de la pelota. Sincero y generoso.
Fuente: El Mundo. España 15.07.15
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