En un nuevo aniversario de la desaparición de Juan Filloy , ese notable escritor que adoptó y amó a nuestra ciudad donde produjo la mayor parte de su obra literaria es importante no dejar pasar el momento para recordarlo y transmitir a las nuevas generaciones su legado por que evidentemente la impronta que Don Juan dejó en nuestro acervo cultural debe ser conocida sobre todo por los jóvenes. Hace a nuestro pasado reciente y a un momento muy importante de la vida cultural que se irradió desde este lugar del interior que el notable escritor eligió para vivir durante fecundos sesenta y cuatro años.
Así reflexionaba sobre su desaparición otro escritor, leamos:
Y bueno, no podía ser eterno.
Evidentemente la máquina del tiempo también a él, algún día, iba a
cambiarlo de vía. Don Juan apreciaba a Wells, y yo sé que le hubiera
agradado esta idea: que la muerte, para un incansable caminador como él,
no es sino un cambio de vía, una vereda más. Muchas veces charlamos
acerca de cómo se imaginaba él su final, y digo “final” porque para Don
Juan, agnóstico inclaudicable, todo lo que estuviera más allá de éste,
nuestro tránsito terrenal, era, a lo sumo, una interesante materia
novelable. Y él sencillamente no se lo imaginaba. La muerte, para él,
acabó siendo una certeza con la cual practicaba la rara esgrima de
demorarla. Y no era él un rival de poca valía: esgrimista y boxeador en
su juventud, lo que más destacaba a este hombre colosal era su espíritu
combativo. Quizá por eso se aferró tanto a la vida, con tenacidad
ejemplar. De gallo de pelea. De león incansable (de hecho fue un leonino
cabal: el próximo primero de agosto hubiera cumplido 106 años).
Provenía de una familia de longevos: el viejo gallego que fue su padre (de ahí que su apellido –repetía– se pronuncia “fiyoy” y no “filoy” a la manera irlandesa) y su madre vasco-francesa bordearon ambos los noventa años, y a los noventa llegaron varios de sus hermanos. Así fue todo en su vida: extenso y metódico. Se jactaba de los kilómetros diarios que nadó mientras pudo, de los que caminó hasta pasados los cien años, de las páginas que escribía a diario y de las que llevaba prolija cuenta, de la botella de vino tinto que bebió cada día entre almuerzo y cena, de su lentitud para masticar y así aliviar sus tripas y hasta de sus recursos intelectuales para soportar el frío y las emociones, “esos enemigos de la vejez”, como definía.
“La vida nunca es temible si uno la sabe vivir”, era una de sus máximas. Y a la manera de su memorable personaje Optimus (una de las más formidables criaturas de la literatura argentina del siglo XX), don Juan también fue un metódico, un obsesivo del orden, el conocimiento y la probidad.
Mientras escribo estas líneas ignoro cómo ha sido su muerte, ni cómo pasó sus últimos días. Pero sé cómo fue su vida: dechado de virtudes, colección de ideas brillantes, simposio de la mejor literatura y caprichoso pendolista incesante: estoy seguro de que hasta el último día estuvo escribiendo. Prolífico como pocos –por la cantidad de novelas es, para mí, una especie de Balzac argentino–, no hubo género que no frecuentara ni estilo que no haya intentado. Escribió tantos sonetos como Góngora y Quevedo, y además sonetos perfectos. Autodeclarado “campeón mundial de palindromos”, también escribió teatro, ensayo, cuento. Verdadera enciclopedia viviente, don Juan fue uno de los hombres más eruditos y cultos de la Argentina. Desenfadado e irónico, humorista implacable, en su obra la parodia y la mordacidad resultaron estilo.
Paradójicamente, sobre mi escritorio está –sin contestar aún– la última de sus cartas, fechada en Córdoba a finales de junio pasado. Su letra de perito calígrafo, deformada ya por un siglo de trajín pero perfectamente legible, me trae ahí su risa exultante y su comentario irónico sobre la paradoja de que se le acumulen tantos homenajes justo cuando ya no está en condiciones de asistir a ellos.
Los muchachos del diario me han dado la noticia y me urgen el cierre de estas letras, en un domingo todo sol radiante sobre el río Paraná. De repente, y por un instante, siento que todo se oscurece. Hasta que releo esta última carta, reviso el mazo de las que cambiamos durante quince años, y me digo que todo está bien, que es lo que él me y nos hubiese dicho. Después de todo, logró lo que más quería en los últimos años: llegar al año 2000 y ser un hombre de tres siglos. Antes de llamar a Monique y saludar a la familia, ya sé que todo está bien y que don Juan noha muerto: apenas se cambió de vía y seguirá con nosotros. Todo está bien, me digo y repito para no llorar: quizá ahora él empiece a tener el lugar que la literatura argentina le escamoteó durante setenta años y yo he tenido el inmenso privilegio y el honor de ser su amigo. Todo está bien. Salud, don Juan, esté donde esté.
Así reflexionaba sobre su desaparición otro escritor, leamos:
Don Juan contra la máquina del tiempo
Por Mempo Giardinelli
Provenía de una familia de longevos: el viejo gallego que fue su padre (de ahí que su apellido –repetía– se pronuncia “fiyoy” y no “filoy” a la manera irlandesa) y su madre vasco-francesa bordearon ambos los noventa años, y a los noventa llegaron varios de sus hermanos. Así fue todo en su vida: extenso y metódico. Se jactaba de los kilómetros diarios que nadó mientras pudo, de los que caminó hasta pasados los cien años, de las páginas que escribía a diario y de las que llevaba prolija cuenta, de la botella de vino tinto que bebió cada día entre almuerzo y cena, de su lentitud para masticar y así aliviar sus tripas y hasta de sus recursos intelectuales para soportar el frío y las emociones, “esos enemigos de la vejez”, como definía.
“La vida nunca es temible si uno la sabe vivir”, era una de sus máximas. Y a la manera de su memorable personaje Optimus (una de las más formidables criaturas de la literatura argentina del siglo XX), don Juan también fue un metódico, un obsesivo del orden, el conocimiento y la probidad.
Mientras escribo estas líneas ignoro cómo ha sido su muerte, ni cómo pasó sus últimos días. Pero sé cómo fue su vida: dechado de virtudes, colección de ideas brillantes, simposio de la mejor literatura y caprichoso pendolista incesante: estoy seguro de que hasta el último día estuvo escribiendo. Prolífico como pocos –por la cantidad de novelas es, para mí, una especie de Balzac argentino–, no hubo género que no frecuentara ni estilo que no haya intentado. Escribió tantos sonetos como Góngora y Quevedo, y además sonetos perfectos. Autodeclarado “campeón mundial de palindromos”, también escribió teatro, ensayo, cuento. Verdadera enciclopedia viviente, don Juan fue uno de los hombres más eruditos y cultos de la Argentina. Desenfadado e irónico, humorista implacable, en su obra la parodia y la mordacidad resultaron estilo.
Paradójicamente, sobre mi escritorio está –sin contestar aún– la última de sus cartas, fechada en Córdoba a finales de junio pasado. Su letra de perito calígrafo, deformada ya por un siglo de trajín pero perfectamente legible, me trae ahí su risa exultante y su comentario irónico sobre la paradoja de que se le acumulen tantos homenajes justo cuando ya no está en condiciones de asistir a ellos.
Los muchachos del diario me han dado la noticia y me urgen el cierre de estas letras, en un domingo todo sol radiante sobre el río Paraná. De repente, y por un instante, siento que todo se oscurece. Hasta que releo esta última carta, reviso el mazo de las que cambiamos durante quince años, y me digo que todo está bien, que es lo que él me y nos hubiese dicho. Después de todo, logró lo que más quería en los últimos años: llegar al año 2000 y ser un hombre de tres siglos. Antes de llamar a Monique y saludar a la familia, ya sé que todo está bien y que don Juan noha muerto: apenas se cambió de vía y seguirá con nosotros. Todo está bien, me digo y repito para no llorar: quizá ahora él empiece a tener el lugar que la literatura argentina le escamoteó durante setenta años y yo he tenido el inmenso privilegio y el honor de ser su amigo. Todo está bien. Salud, don Juan, esté donde esté.
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